Senegal, día libre en el Lago Rosa
A unos 30 kilómetros al norte del núcleo urbano de Dakar, capital de Senegal, el continente africano nos brinda uno de sus más bellos y espectaculares paisajes. Con el sol situado en lo más alto del cielo y el efecto de sus rayos sobre las algas que habitan en el lago, las aguas de este tornan en una intensa escala de tonos rosas que colorean una postal digna de guardar en la retina para siempre.
A principios de los años 70, se pusieron en marcha alrededor del Lago Rosa (Lac Retba para los sengaleses) pequeñas explotaciones salinas. En el interior, cientos de hombres se afanan por sacar con sus agrietadas manos toneladas de sal, que depositan en vetustas y destartaladas embarcaciones que, posteriormente, dirigen las mujeres hasta la orilla para descargarlas y dejar que las montañas del blanco condimento se sequen y blanqueen. Las jornadas de trabajo allí, de sol a sol, agotadoras e interminables por apenas un puñado de monedas con las que alimentar a familias enteras, se suceden sin descanso siete días a la semana, más de doce horas al día, sin días libres ni festividades. Salvo una excepción.
El 31 de mayo de 2002, tras décadas de producción ininterrumpida, las salinas y sus jornaleros descansaron. Era un día histórico para la joven nación y los patrones de las minas, en un hecho sin precedentes, concedieron el día libre a todos sus trabajadores para que disfrutasen del debut del combinado nacional de fútbol en el Campeonato del Mundo. Además, el encuentro tenía un aliciente que lo hacía aún más especial, puesto que el rival iba a ser la última vencedora del Mundial, la Francia de Zidane y, lo que es más importante, frente a aquellos que durante tantos años colonizaron su territorio.
Todo el país se reunió alrededor de televisores y transistores para ser testigo de aquel trascendental evento. Por supuesto, ninguno de los trece millones de habitantes de Senegal esperaba otra cosa que no fuera una abultada derrota ante la selección más potente del planeta, pero el mero hecho de haber llegado hasta allí, suponía un motivo de celebración. Sin embargo, la historia tenía guardada en su infinito archivo un hueco para aquel equipo liderado por los Diouf, Sarr, Fadiga o Coly. Tras un comienzo en tromba de los galos, que no consiguieron materializar sus ocasiones, los ‘Leones de Teranga’ hicieron saltar la sorpresa. Un contragolpe veloz conducido por El Hadji Diouf lo remachó a las mallas Bouba Diop cuando transcurría el minuto 30 del primer periodo. Aún faltaba una hora de partido, pero el milagro empezaba a dejar de ser un imposible. Con el tiempo en su contra, “les bleus“ intentaron levantar el resultado adverso, pero los hombres de Bruno Metsu aguantaron el arreón final y, con el pitido final del árbitro, el terreno de juego fue para los africanos una fiesta.
Fiesta que se trasladó también a Dakar. La población tomó las calles para celebrar aquel histórico acontecimiento, un torrente continuo de personas saltando y bailando al ritmo de la percusión sabar, ondeando la bandera tricolor y vitoreando cánticos en honor a aquellos deportistas que se acababan de convertir en héroes nacionales. La alegría fue un denominador común durante unas pocas horas, en las que todo el mundo pudo olvidar el difícil y duro día a día.
Pero, si alguien disfrutó más que nadie, esos fueron los pobres mineros de las salinas, aún conscientes de que al día siguiente tendrían que regresar a su penosa y eterna rutina del trabajo sin fin, vivieron aquel momento felices y agradecidos al fútbol por haberles regalado ese fugaz instante junto a sus seres queridos.
Pablo Ortega
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