Andrés Escobar y lo que el fútbol no devuelve
Cuenta la leyenda balompédica que el fútbol siempre ofrece revancha; que por más injusto que sea siempre acaba devolviendo con creces lo que se le da; que tarde o temprano siempre ajusta sus cuentas pendientes y te pone en bandeja lo que una vez, inesperadamente, te quitó en un suspiro. El fútbol es un manual de emociones enfrentadas y minuciosamente repartidas en cada uno de los lances del juego. El fútbol es la fuerza de un remate aéreo, la alegría de una gambeta vertiginosa, la dulzura de un control de espuela, la altivez de un taconazo, la inquebrantabilidad del arquero que saca el balón de la misma escuadra, la algarabía de un saque de esquina, la decepción de un penalti fallado o el éxtasis del gol en el descuento. El fútbol es en parte como la vida, y como ella, tampoco escatima esfuerzos a la hora de golpear. Y es que a veces este deporte (y lo que le rodea) puede convertirse en una trampa sucia y mortal.
Andrés Escobar Saldarriaga fue un futbolista colombiano, nacido en Medellín a finales de los años 60. Su debut como profesional se dio en el año 1987, en el Atlético Nacional de Medellín, cuando contaba con apenas 20 años. Andrés era un central zurdo, espigado, fino con el balón en los pies y rudo en el marcaje, aunque su temperamento pacífico y su elegancia dentro de la cancha le valieron el apodo de ‘Caballero del Fútbol’.
Su gran momento futbolístico a nivel de clubes tuvo lugar dos años después de su debut, proclamándose campeón de la Copa Libertadores con Atlético Nacional, hito que no se ha vuelto a repetir. A pesar de que el equipo colombiano perdió la ida en Asunción (2-0), pudo igualar el resultado en la vuelta y definir el título en los lanzamientos de penal. Escobar fue el primer lanzador de tan decisiva tanda, demostrando a su corta edad el aplomo y la serenidad que le caracterizaban.
Al año siguiente formó parte también de un once histórico: el que Nacional presentaría para la Intercontinental, y que acabaría perdiendo en el último minuto de la prórroga ante el Milán de Sacchi. Esto le empujó a probar suerte en Europa, pero tras un paso fugaz por el Young Boys suizo, volvería a Colombia después del Mundial de Italia ’90 —el primero de su carrera—, para defender de nuevo la verde del Nacional.
Con la selección cafetera llegó a Italia para disputar una Copa del Mundo en la que su país no participaba desde hacía 28 años. Colombia, sin embargo, no lograría pasar de la fase de grupos, y tuvo que esperar cuatro años para verse de nuevo inmerso en una fase final. Antes del Mundial, Escobar ya había tenido la oportunidad de debutar con el combinado de su país en las clasificatorias, e incluso de hacer un gol ante Inglaterra en Wembley y que a la postre sería el único gol como internacional del zaguero colombiano.
A USA ‘94, los colombianos llegaron con un cartel inmenso: entrenados por Maturana, la tricolor había conseguido su billete para Estados Unidos tras arrollar a la selección argentina (5-0) en el Monumental, apoyado en un fútbol fino, de toque y elaboración, y un grupo que contaba con auténticas figuras como Rincón, Asprilla, Valencia o Valderrama. Esto, unido a su impoluta fase de clasificación (cero derrotas y sólo dos goles encajados) la convirtió en una de las selecciones más esperadas del Mundial y sin duda una de las candidatas a dar la sorpresa pese a su inexperiencia. Sin embargo, el fútbol es tan caprichoso como indescifrable, y como si poseyese vida propia es capaz de destruir pronósticos con la misma facilidad que los crea.
El primer partido ante Rumania fue un despropósito total y los cafeteros perdieron por 3 a 1. El segundo encuentro se tornaba así decisivo, y el escenario, el Rose Bowl de Los Ángeles, no se antojaba el más adecuado para afrontar una situación tan determinante, dado también que el rival era la anfitriona Estados Unidos.
Aquel 22 de Junio de 1994, sin que nadie lo supiera, tuvo lugar uno de los episodios más funestos de la historia del fútbol, quizás el más macabro y sin duda el más cruel. Corría el 35′ de la primera parte cuando ocurrió la jugada: un centro desde la izquierda era despejado por Escobar hacia su propia meta, en un intento desafortunado por evitar que la pelota llegase al rematador en el segundo palo. El equipo no pudo levantar nunca el marcador y perdió el partido por dos goles a uno. Esa jugada fortuita, que no fue decisiva para el resultado, tendría sus connotaciones trágicas unos días más tarde.
Colombia se quedaba fuera del Mundial (del que se despidió con victoria ante Suiza) con la sensación de que el grupo, que se había hecho fuerte a base de buen fútbol, fue desbaratado por tanto elogio previo a la cita mundialista y por una estrepitosa falta de actitud. Por el camino a esta falta de actitud se perdió también el juego de una selección que había maravillado al mundo antes de estas dos derrotas.
Días después de su vuelta a Colombia y con el equipo recibiendo duras críticas, Andrés Escobar escribió una nota de prensa en la que explicaba de forma elegante y caballerosa, y sin dejar espacio a las excusas, los motivos del fracaso de su selección y que titulaba, “La vida no termina aquí”.
Así fue que, el 2 de julio de 1994, en Medellín, unos individuos increparon insistentemente a Escobar por su autogol ante EE. UU. A la consiguiente petición de respeto del central le siguieron seis disparos a quemarropa que le dejaron sin vida antes de llegar al hospital. La consternación, con el Mundial aún en juego, fue generalizada. El fútbol en Colombia ya no le importaba a nadie.
Porque el fútbol, igual que la vida que nos quita y nos da sin que nos demos cuenta, también sabe despojarnos con la misma facilidad que nos ofrece. Pero no se engañen: el fútbol no ofrece revancha, ni compensa los errores fortuitos, ni los golpes del destino. Como la vida, sigue un guión indefinido y a veces tan injusto como lo es que, a día de hoy, el asesino de Escobar sea un hombre libre.
Javi Ortega