La vieja región de Lombardía despierta, como cada mañana, en una nube gris de nostalgia, los aficionados rossoneros retoman sus rutinas mientras se les atraganta La Gazzeta en el tentempié mañanero. El AC Milan ya no es lo que era y aquella nube que envuelve la ciudad no es más que la dulce melancolía de tiempos de gloria, grandeza y prestigio.
El Milan a día de hoy es un coloso en horas bajas, dormido y agazapado esperando tiempos mejores en los que su economía se recupere de las grandes sacudidas de anteriores mercados de fichajes, épocas de cuando se compraba a golpe de talón o de cuando la mitad de los jugadores regateaban con el ahínco de esperar al final de ese quiebro la ansiada llamada que los catapultase a la infinita gloria, al club más poderoso del mundo… eran otros los tiempos, era otra la historia.
La historia que brindó a los más afortunados un nuevo estilo de juego, una tendencia que reinó a finales de los años 80 y que únicamente Arrigo Sacchi supo conseguir. Un italiano de doble corte, un alma de ajedrecista que llevaba la estrategia hasta límites insospechados, de los de empezar el partido con 1-0 desde la pizarra y a su vez otro corte funambulesco, arriesgando al límite en el alambre del fuera de juego donde caían hasta la saciedad como en una tela de araña todos los contrarios —un suicidio en toda regla si no se ejecuta con una precisión máxima, algo que para el italiano no suponía problema alguno—.
Gli Immortali di Sacchi (Los Inmortales de Sacchi) abrieron la veda a uno de los periodos más gloriosos de la historia del club: Baresi, Maldini, Ancelloti, Donadoni, Gullit o Van Basten —palabras mayores—; los que son un poco más jóvenes también pueden alimentar esa bruma melancólica gracias a otra fabulosa generación al frente del comandante Fabio Capello, el mismo que consiguió tumbar la hegemonía del Dream-Team de Johan Cruyff en nada menos que toda una final de Liga de Campeones por 4-0. A su mando jugadores de la talla de Desailly, Weah, Simone o Baggio para ampliar aún más si cabe el plantel de estrellas.
Demasiado brillo en la galería de trofeos ha cegado a un club que se ha visto envuelto en la necesidad de deshacerse de sus estrellas para pagar las nóminas, que ha aguantado hasta no poder más un cementerio de elefantes que sostenían el respeto del club por lo que fueron en un pasado más glorioso —Cafú, Dida, Albertini, Seedorf, Inzaghi, Emerson… entre otros—; los directivos rossoneros han tenido que afrontar el debate moral de rebajar el caché del club o morir con las botas puestas, escogiendo lo primero —algo de cordura al fin—, esperando quizás nuevas oportunidades, los brotes verdes que les hagan de nuevo volver a la senda del triunfo.
Mientras tanto, al aficionado milanista solo le queda seguir atragantándose cada domingo animando a un equipo del que solamente ha quedado el escudo. Y aunque sepan que la historia es bien distinta el Milan sigue siendo una bestia dormida, un dragón milenario que reposa en los aposentos del fútbol europeo, esperando quien sabe su hora de despertar para incendiar todas las porterías rivales y que de nuevo desde todo el continente vuelva a alzarse el humo; pero no el humo de melancolía, sino el de la furia de una bestia que reclama venganza futbolística por tantísimos años de letargo.
No Hay Comentarios