Tres noches fatídicas. Tres partidos en el alambre. Tres batacazos desde lo más alto. Tres latigazos de realidad. Tres tortas del destino. Tres encontronazos con los fantasmas del pasado. Llamenlo como ustedes quieran, pero asocienlo indiscutiblemente a un equipo: el Barça del Tata. Y añado el nombre del míster para ligarlo también a una temporada (la 2013-2014) y no porque quiera volcar las culpas sobre él. La temporada que se le ha escapado a un Barcelona no tan gris como se le presupone, pero que igualmente se ha quedado en blanco. Una trasformación (gris-blanco) positiva solamente en un mundo de magos; magia que, desafortunadamente, parece haber perdido este equipo.
El Barcelona, presa de sus propios demonios y víctima impasible de sus propios fallos, ha caído consecutivamente en tres encuentros, maniatado su espíritu de fútbol clase por complejos y trabajados entramados defensivos, aderezados con ataques relámpagos. Madrid, Granada y Valencia. Esa ha sido la desgraciada ecuación que ha puesto fuera del mapa a un equipo que hace algo más de una semana campaba a sus anchas habiendo puesto lo mínimo la mayoría de las veces y lo máximo sólo en contadas ocasiones.
Un mínimo impuesto por unos futbolistas de calidad indiscutible y contrastado compromiso pero desmotivados sobremanera. Una plantilla que, a pesar de sus cualidades únicas, se antoja corta y descompensada, y un entrenador pusilánime que ha sido cómplice directo de la parsimonia y la pesadumbre que lleva acompañando a sus jugadores buena parte de la temporada y que ya es irremediable. Sin embargo, no me gusta entrar en este tipo de valoraciones que me parecen siempre ventajistas y condicionadas por uno, o dos, o tres — en este caso— resultados. Ya saben, a toro pasado se sacan conclusiones fácilmente.
Por eso sólo me centraré en valorar algo indefinible pero realmente impresionante. Una muestra irrefutable de cómo las pasiones que desata el fútbol pueden volverse tan efímeras que pueden diluirse en un abrir y cerrar de ojos, como una cucharada de sal en el mar. Así ha sido como este equipo que forjó su leyenda llevando hasta lo más alto un fútbol de postín impracticable para el resto de los mortales, se ha dado de bruces tres veces consecutivas para perder dos torneos —y quedar en el abismo de un tercero— en apenas siete días. Ver para creer.
Hace una semana danzaba feliz en Liga, dependiente de sí mismo tras un clásico jugado con mucho aplomo y mucha convicción. En Champions estaba a una victoria (o un empate a goles) de colarse una vez más en semifinales. Y en la Copa esperaba a un Madrid cabizbajo tras el desbarajuste de Dortmund y sus tropiezos ligueros. Lo del año en blanco para los azulgrana sonaba más a quimera incluso que el triplete. Hoy, sólo una semana después, la quimera es la realidad dolorosa que reflejaban la cara de jugadores y aficionados presentes en Mestalla. Tres malos partidos y te quedas sin nada. No sabemos si es castigo excesivo o simplemente una lección dura de cara al futuro. Si es el fin de un ciclo o sólo la crónica de una muerte anunciada.
Tres partidos. Tres derrotas. Tres dardos certeros a la temporada azulgrana. Justo o injusto es una valoración de la que rehuiré. Eso sí: ha sido tan cruel como lo parece.
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