En 1990 Italia y el mundo permanecieron asombrados ante el despliegue futbolístico de Camerún. Era la primera selección africana que parecía tener hechuras de protagonizar algo grande en un Mundial de fútbol. N´Kono, Makanaky, Omam-Biyic y Roger Milla entre otros, estaban desarrollando un fútbol de muchos quilates. Era un equipo que emanaba aire fresco, ordenado sin los agobios de los rigores tácticos y con desparpajo en tareas ofensivas. Sin embargo, en cuartos de final vio truncada su espectacular marcha ante Inglaterra. Hasta el minuto 83 de partido, los cameruneses estaban por encima en el marcador y San Paolo admiraba entre el entusiasmo y la perplejidad la azaña camerunesa. Sin embargo, los británicos se impondrían en la prórroga, acabando con el sueño africano.
En aquella selección inglesa se encontraba Paul Gascoigne. Gazza fue el jugador inglés con más talento en una generación en la que se encontraban jugadores de la talla de Stuart Pearce, Chris Waddle, John Barnes, Gary Lineker o David Platt. Era un futbolista con calidad y potencia, difícil de parar en carrera, trabajador en labores defensivas y vertical cuando el juego lo requería. Sin embargo, sus actuaciones dentro del campo siempre quedaban ensombrecidas por sus actitudes poco asociadas al buen deportista.
Su vida personal lastró en cierta medida su carrera. Era acostumbrado verle en determinados periodos en mal estado físico o pasado de peso, como el propio futbolista reconoció. «La cerveza, el chocolate y las mujeres» (cuando le preguntaron por sus grandes virtudes). El desorden en su vida le pasaba factura de forma continuada. Inglaterra, Italia, Escocia y China fueron sus destinos como profesional.
Las adicciones le generaron problemas dentro y fuera del campo. Su calidad le hacía indispensable para cualquier entrenador con un mínimo de criterio, pero sus locuras le convertían en prescindible para ese mismo entrenador que analizaba fríamente los “riesgos” que generaba en el colectivo. Un arma de destrucción masiva dentro de cualquier vestuario o concentración. Era habitual verle orinar sobre el campo de entrenamiento porque le daba pereza ir hasta el baño. En su haber de “logros” extrafutbolísticos, sus distintas adicciones —especialmente al alcohol—, violencia doméstica, embriaguez al volante y un autobús del Midlesbrough estrellado.
Un loco, como todos los genios. «Fui un genio porque poca gente hacía con la pelota lo que yo podía hacer». Contrasta su facilidad para driblar rivales con la dificultad para hacerlo con el alcohol. Son innumerables los tratamientos de desintoxicación a los que ha sido sometido y que siempre, al final, no consigue vencer. El rival más duro . “Tengo días buenos y días malos, lo que intento es no beber en los días malos«.
Mientras tanto, los tabloides británicos y de medio mundo sacan punta al mito, a la leyenda caída, al mago con un balón que con una botella se convierte en el bufón de la corte al que poder ridiculizar o con el que poder conseguir unas ventas extras.
Gascoigne es un enfermo, y es consciente de ello. «Nunca estoy seguro de que no voy a volver a beber. No sé esta noche. En el momento que esté convencido de que no voy a beber, acabaré bebiendo«. La adicción acecha como ha hecho durante casi toda su vida, a la espera de un momento de debilidad, a sabiendas de que llegará, porque siempre llega.
A nadie se le escapa el paralelismo del caso de Paul Gascoigne con el de George Best. El jugador irlandés falleció a los 59 años con un trasplante de hígado a las espaldas, tras un largo “romance” con el alcohol. La situación de Gazza no es para nada distinta; una espiral de autodestrucción que no parece tener fin, una adicción que humaniza a la estrella, la despoja de su halo intocable e inaccesible y le acerca al más mortal de los humanos, con las miserias más profundas, esas que a veces forman parte del peaje que alguien debe pagar en su tránsito desordenado por la vida.
Cuando a George Best le preguntaron sobre Paul Gascoigne, un joven talentoso que empezaba a despuntar y a quien empezaban a comparar con el irlandés, dijo de él: «Paul no me llega a los cordones de la botella«. Pasados unos cuantos años, podemos asegurar que Gazza no llegó a alcanzar sobre un terreno de juego la dimensión del de Belfast, pero sin embargo fuera de él ha alcanzado plenamente los cordones de la botella. En la situación actual y repasando los continuos intentos de desintoxicación, es evidente que el futbolista es quien ostenta la última palabra sobre su futuro: «Mis reglas son que hago lo que quiero, como quiero y cuando quiero«. El claro ejemplo del ídolo con pies de barro que adquiere unos hábitos admitidos por la sociedad, mal vistos para un profesional del fútbol, pero consentidos para el resto de los mortales. Una vez abandonado el deporte sobre el que gira su mundo y que le ocupa la mayor parte de su tiempo, el hábito del consumo de alcohol se acentúa y se descontrola. Sin metas profesionales a corto plazo, desestructuración familiar que produce problemas afectivos, la bebida es el refugio del hombre solitario que no quiere mirar atrás porque no se siente orgulloso de pasajes de su pasado y no lo hace hacia delante porque el futuro no presenta las motivaciones suficientes sino es en la compañía de una botella.
«No he dañado a nadie, sólo a mí mismo«, lo cual sería cierto si al margen del daño físico autoinfligido no produjese un dolor intangible en quienes, como yo, admiramos el fútbol y los buenos futbolistas.
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