Siempre pensé que el fútbol es un juego de la calle. Un deporte que de forma teórica se puede enseñar con disciplina, en ‘fábricas de cracks’, ‘Masías’, pero que sólo se puede aprender a sentir mediante la libertad de practicarlo por libre albedrío, cuando cualquier niño decide dedicar su tiempo de ocio a intentar hacer con un balón lo que alguna vez vio en el televisor e imaginar qué más puede salir de su bota. Es un negocio lucrativo, pero en su esencia no deja de tener raíces inocentes e infantiles.
Dogmatizado y rodeado de teoría, el fútbol se va convirtiendo en una máquina de crear beneficio, y ese beneficio se basa en los jugadores, que según avanza el tiempo comienzan a tener un patrón de corte que les hace ser demasiado maquinales, demasiado inertes. Creo que el juego cada vez lo es menos, hasta un punto en el que lo único que importa es la efectividad y la necesidad de autoexigencia. Culto al cuerpo, rigidez esquemática y mirada fija hacia la red son tres aspectos que, asimilados de forma enfermiza, absorben la alegría de este actual mundo rectangular.
Cuando hablo de mirada fija hacia la red hablo de algo que puede parecer una virtud en sí misma, pero tiene matices. Me refiero al hecho de olvidarse de la grada, de no tener presente cuál es el simple motivo de la existencia de las competiciones, que reside en entretener al espectador. Cada vez, el futbolista se toma menos tiempo para pensar, para imaginar y más para cumplir. Los trucos de magia son impersonales y repetitivos, y ya nada nos sorprende. ¿Mejor o peor? Cada uno tendrá sus preferencias.
La exigencia física hace que lo que debería ser lo principal, el talento, aflore de forma menos explosiva. Un talento que cada vez parece irse compensando más con otros aspectos menos mágicos y más doctrinales y que, sobre todo, perdió en muchos casos el don de la originalidad. Existen genios actuales del balón, pero a la gran mayoría, empezando por los dos grandes referentes actuales, les falta algo que se define en una palabra que rápidamente nos evoca a nombres del pasado: clase. Falta ese destello, esa luz que hace de un futbolista algo diferente, algo personal e intransferible. Algo que, en cuanto a grandes estrellas mundiales y hasta el día de hoy, murió con Ronaldinho, con Zidane o con la mejor época de Kaká. Nombres que al momento nos llevan a pensar en algo distinto y con auténtico magnetismo. Creo que no es nada que tenga que ver con dejarse llevar por la melancolía, ya que viendo a esos jugadores todos entendíamos la razón por la que existe el fútbol más allá de la victoria.
Tenemos algo que en su raíz es un juego de niños, pero que se buscó perfeccionar hasta crear una especie de producto con fabricación en cadena, carente de personalidad. No quiero decir que ya no existan jugadores con ese toque distintivo, ya que todavía quedan referentes de ese tipo como Ibrahimovic, Xavi u Özil, pero cada vez la palabra ‘clase’ va dejando más espacio para el concepto de moda: ‘potencia’. El juego actual se basa en la potencia y el desborde, en romper defensas con el movimiento y no con el toque, y aunque puede ser una evolución lógica, es demasiado cruel con el arte del balón.
Es seguro que nunca perderemos a los jugadores que buscan distinguir su juego añadiendo su talento personal a las indicaciones de la pizarra, pero sí me plantea dudas el hasta dónde llegará el ansia de perfeccionamiento de algo que no es más, en su esencia, que aquel juego de calle. El olor del fútbol se respiró siempre en los barrios, esos mismos que a día de hoy dejan cada vez menos espacio para esos juegos infantiles que tuvimos la suerte de disfrutar en nuestro día y que ceden terreno a las normas y a las máquinas a motor, de igual forma que este deporte se convierte día a día en algo más mecánico y menos pasional.
1 Comentario
Las escuelas de fútbol enseñan la teoría, pero lo que cada jugador lleva en sus genes no se puede cambiar. Ver cómo jugaba Zidane o cómo lo hace Iniesta, es un auténtico placer. Hacen fácil lo imposible para otros jugadores. Siempre disfrutaré más con un futbolista con talento natural que con una «máquina» efectiva pero previsible. Se podría hacer una analogía con el toreo. Hay toreros correctos técnicamente, pero luego hay otros que tienen «duende». Es a estos últimos a los que gusta ver en el ruedo.