Adam solía visitar The Dell cada fin de semana. Le encantaba ir con su hermano Andrew al estadio del Southampton, el equipo de su ciudad. Pero había algo que llamaba y mucho la atención del joven Adam, y no era solo la magia del gran Le Tissier sobre el césped —que también–. Era un niño pelirrojo, paliducho y bastante escuchimizado, que siempre se sentaba un par de filas delante de los hermanos de Southampton. En cada partido lucía la misma camiseta, la rojiblanca, la rayada, con el siete a la espalda. En realidad hasta aquí todo podía parecer normal, pero lo que verdaderamente llamaba la atención a Adam era que en esa camiseta no ponía “Le Tissier” sino “Le God”. Ahora es algo bastante normal ver camisetas personalizadas, pero en los noventa no tanto, y menos que un chavalillo de no más de siete años se pusiese algo así.
Entre eso y la efusividad con la que celebraba los goles y vivía los partidos el muchacho, a Adam lo tenía ganado. Había tramos de los partidos en los que miraba más al niño que al encuentro. No tenía desperdicio. Sus gestos, comentarios, preguntas a su (aparentemente) padre… Un espectáculo. Está claro que en esa época si llevabas una camiseta a rayas y con el 7 a la espalda por The Dell, era para dar diversión, tanto en el verde como en la grada.
Pero un domingo de partido, el “Little Le God” —así es como llamaban los hermanos al crío— no estaba allí. Pensaron que estaría enfermo o que simplemente no había podido ir esta vez. En el siguiente partido, más de lo mismo. Y al otro. Y al otro. Adam y su hermano se empezaron a preocupar pensando que quizás le había sucedido algo al chaval.
Tenían varias hipótesis: que si se había cambiado de asiento, que si tuvieron que dejar los abonos por temas económicos, que se mudaron… en fin, muchísimas opciones, ninguna clara. “¿Y si le ha pasado algo grave?” Se preguntaba Adam varias veces. Los primeros partidos se le hicieron extraños sin el pequeño allí. Al final, con el tiempo, acabó olvidándose, aunque de vez en cuando lo recordaba con su hermano pensando que no volverían a saber nunca nada más del pequeño pelirrojo.
Pero una fría tarde de invierno en la que el Soton ya jugaba en el nuevo estadio, en St Mary’s, a la salida del partido y con un gran bullicio de gente, Adam se chocó sin querer con un joven bastante alto y muy delgado. Al mirar al chico para disculparse, Adam se quedó perplejo. Aquella cara, aquel pelo… era él. Era el “Little Le God”. Aunque ahora de little poco tenía. Aquel pequeño muchacho se había convertido en un adolescente alto y con una voz bastante grave. Seguía llevando una camiseta rayada de los Saints, esta ya sin nada detrás. Al principio no reconocía a Adam, pero tras explicarle un poco toda la historia, el ya quinceañero pelirrojo cayó en cuestión y, emocionado, estuvo un buen rato hablando con Adam, que aquel día curiosamente iba solo, sin su hermano. Liam, que es así como se llamaba el “famoso” chico, le contó que su padre falleció en un fatídico accidente de coche unos ocho años atrás y él no se veía con fuerzas de volver a The Dell sin él. Pero con el traslado del equipo a St Mary’s, el joven decidió volver a ver jugar al equipo de sus amores, que es como su padre lo hubiese querido.
A partir de ahí se fueron viendo mucho más por los aledaños del St Mary’s y, a pesar de no tenerlo ya dos filas delante como antiguamente, a Adam ya le hacía muy feliz saber que Liam seguía por allí. Aunque su nombre le importaba bien poco. Para él siempre sería “Little Le God”, el niño de la camiseta de rayas.
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