En el maratón que está corriendo Luis Enrique, las dificultades han empezado antes de lo previsto. Aún no se ha llegado ni siquiera a la media maratón. Aún es pronto para perder fuerzas. Aún se intuyen lejos los kilómetros más duros, pero en su carrera ya han empezado a caer piedras. Críticas severas que, pese a todo, Luis Enrique acepta con la inteligencia de un hombre maduro que, a los 44 años, sabe de lo bueno y malo de la vida.
Si hay una carrera que casi nunca sale como se ha planeado es el maratón. En ese sentido, su paralelismo con el fútbol es insustituible. Y el entrenador ya lo ha captado en este kilómetro 11 en el que ha descubierto parte de lo que se imaginaba: este, en el banquillo del Barcelona, puede ser el maratón más difícil de su vida, comparable sólo a su responsabilidad como padre de familia.
Ha sido un hombre de éxito Luis Enrique. Ha sido futbolista profesional, mundialista, héroe multitud de días en la hierba del Camp Nou. Ha sido hasta entrenador en una ciudad como Roma, en la que no es fácil que triunfe el término medio. Ha sido también maratoniano por debajo de las tres horas en Amsterdam, ‘finisher’ en el Ironman e inagotable competidor en pruebas de resistencia, en las que no siempre importa lo que merezcas. Por eso, Luis Enrique, el hombre que no se deja vencer ahora por la crítica, ni siquiera por la crítica razonada, tiene esa ventaja. Sabe de la paciencia. Sabe de su valor, de sus rarezas y de su misterio. La conoce, incluso, en momentos inauditos, en esas pruebas extremas, a demasiadas pulsaciones por minuto, como en el maratón en el que la pancarta de meta no parece lejos, sino lejísimos como aquella vez en Nueva York en la que se quedó a segundos de bajar de las tres horas. Es decir, la agonía en estado puro.
En esa pelea consigo mismo, en esa inquebrantable soledad, Luis Enrique descubrió lo que no es tan fácil descubrir en los deportes de equipo. Tal vez fortaleció al entrenador que ahora es, al personaje expuesto al diagnóstico de la opinión pública, que no le va a perdonar una. Pero la ventaja de Luis Enrique, precisamente, es ésa. Él no quiere que le perdonen. Es posible que tampoco lo necesite, porque es mejor ir por la vida sin deberle nada a nadie. En sus días de maratoniano lo comprobó como nunca. Comprobó, incluso, que esta distancia es como la vida: casi nunca te perdona.
Por eso es preferible hacerle frente y no desilusionarse frente a sus honrosas dificultades. Ni siquiera ahora, en el kilómetro 11 de la Liga. Porque esa es la jerarquía del maratoniano y de los hombres acostumbrados a desafiarse a sí mismos. Saben, en definitiva, que la resistencia es como nosotros mismos: un océano bello, sí, pero demasiado peligroso. Y en ese tipo de hábitat este maratoniano, que entrena al Barça, actúa sin miedo a nada. Ni siquiera a lo peor.
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