“Contigo aprendí
Que existen nuevas y mejores emociones
Contigo aprendí
A conocer un mundo lleno de ilusiones…”
(Armando Manzanero)
“El fútbol es un deporte que se escribe con renglones torcidos”. Esta era una frase recurrente y continua cuando el viejo quería expresar lo complejo y antagónico que puede resultar a veces el fútbol.
Si, esta es la vivencia habitual que existe entre dos eras distintas que por circunstancias de la vida, se encuentran en un mismo espacio de tiempo y se dan cuenta de que disfrutan de lo mismo, cada una a su forma, a su manera, con sus capacidades y limitaciones propias. Este es el encuentro de quien desde la sabiduría y el conocimiento que dan los años, inicia a quien desde la inocencia y el entusiasmo se vuelca a pecho descubierto a que le abran las puertas del saber.
El viejo, con olor a tabaco negro y aguardiente, llevaba de la mano, orgulloso, al niño vestido de colegio católico, recién salido de la escuela pero realmente alejado de las disquisiciones del Espíritu Santo. Ambos camino del estadio, foro común en donde ricos y pobres, formados e ignorantes, ateos y creyentes se igualan ante la percepción de una realidad común, el FÚTBOL.
Con paso paciente y seguro de sí, el viejo iba indicando al niño los más elementales conceptos de un fútbol que había disfrutado desde siempre.
Soldado en una lucha entre vecinos divididos, rojo en el bando equivocado, como tantos, malgastó la guerra intentando errar todos los tiros, siendo consciente de que matar es pecado, pero matarse entre primos y hermanos es matarse a uno mismo. La vida lo había llevado allí en donde el fútbol es religión y en donde cualquier tiempo pasado fue realmente fruto de una aventura nueva.
El niño, inquisitivo y con ansia de saber, constantemente cuestionaba al viejo sus principios, intentando así que compartiese con él algo más que conceptos puntuales.
- En el fútbol, el individuo es parte de un todo, un elemento indispensable de un sistema complejo que sirve para alcanzar objetivos superiores-, decía el viejo, sabiendo que el niño estaba esperando a que terminase para lanzar la próxima pregunta. – De nada sirve el esfuerzo individual si este no forma parte de un contexto más amplio que lo incrementa y le da sentido. El fútbol es la solidaridad de cada uno regalada al servicio de una causa mayor, la búsqueda de la victoria. Pero no una victoria alcanzada de cualquier manera, la victoria como consecuencia de la ejecución correcta de una idea previamente trabajada, que hace del equipo algo más que un conjunto de intereses.
El niño, paciente y respetuoso mira directamente a los ojos del viejo y lanza su primera andanada, demostrando no sólo que está informado del tema a tratar, sino que está dispuesto a dar guerra.
- Pero, en los periódicos dicen que lo que importa es ganar, las formas son secundarias, lo importante es que marques más goles que el contrario y que si ganas metiendo gol en el último minuto, lo demás es intrascendente.
El viejo sonríe, mientras acaricia el pelo revuelto del niño. Se ríe y lo mira de soslayo mientras caminan.
- La victoria es el objetivo de todo equipo que sale a competir, es cierto, pero la victoria debe ir acompañada, de la mano, de una manera de ganar. No se gana por ganar, porque tampoco se juega por jugar. Se gana como consecuencia de una sucesión de acciones que definen qué eres como equipo y por qué eres un equipo. Es importante que el que gana, no sólo consiga un gol más que el contrario, además ha de ser fiel a sí mismo, independientemente de que juegue de una manera o de otra. Ha de jugar a su manera, a su estilo y eso lo definen única y exclusivamente los jugadores.
El alegato de forma y fondo en el que el viejo envuelve el fútbol no convence del todo al niño, a fin de cuentas éste se ve expuesto constantemente a un bombardeo de información en donde lo único que se valora es la consecución de la victoria a cualquier precio. Soniquetes como que “el segundo es el primero de los perdedores”, “del perdedor nadie se acuerda”, “las finales se ganan no se juegan”, etc., le ha quedado muy grabado en su subconsciente. Por eso le gusta estar con el viejo, él siempre da una opinión diferente y una visión distinta de las cosas, quizás, piensa el niño, porque es viejo, o quizás, porque sabe.
Al fondo se vislumbra el estadio, viejo, vetusto, Centenario. En la entrada se agolpa la muchedumbre enfervorecida por el espectáculo que están a punto de presenciar, otro clásico, otro partido a vida o muerte, otra batalla del siglo, como rezan los titulares de tanta prensa exagerada.
La entrada se encuentra colapsada, se va pasando al estadio de a poco, pero el ambiente que se respira es único, nada se parece a la previa de un partido importante. Al empezar a subir las escaleras que dan paso a las tribunas, se oye de fondo el murmullo de la masa. El niño empieza a vivir el entusiasmo de la llegada al evento que culmina con el absoluto éxtasis al alcanzar la cima de la escalera y ver desde lo alto el foro de juego. El impacto es absoluto, la cancha allá abajo, verde, plena, la masa ingente de individuos que llenan el estadio, el ruido, los cánticos, ¡inenarrable! Ahí, como un dios en Olimpia, con América al frente, exultante y secundada por los flancos con los vientos helados de Amsterdam y los aires bohemios del París antiguo, de un Colombes de otro tiempo. El estadio, Centenario, viejo, vetusto.
Se sientan ambos mientras ven como en el terreno de juego se preparan los dos contendientes, en un lado una mancha tricolor se mueve inquieta, expectante, en el otro, oro manchado, carbón brillante, llama la atención por su atuendo estridente y por su gente ruidosa. El duelo a punto de comenzar, no sólo en la cancha, también en la grada y el viejo preparado, lo sabe. Su antena, único pelo que brilla orgulloso en su amplia pelada le avisa que pronto se iniciará el duelo, mientras espera paciente, relajado pero listo para la acción.
El juego se inicia y ante la primera internada de Abadie, el niño lanza la primera pregunta, directa al corazón.
- Hablan de sistemas, pero nada más empezar el partido y las formas desaparecen, el sistema deja de existir, ¿por qué?.
- Porque los equipos buscan sus equilibrios. El que defiende necesita disponer de efectivos más que suficientes para desarrollar su cometido y quien ataca precisa de aportar sus efectivos allí en donde pueda hacer daño, para disponer de un número adecuado de jugadores en la etapa de finalización de su ataque.
- Pero no dejan de ser once contra once. Si puedes llegar a la portería rival de un pelotazo y aprovechar el rechace, ¿para qué tanta vuelta?
- Porque el fútbol es un deporte que se escribe con renglones torcidos. La lógica del fútbol no es cartesiana, la lógica del fútbol es ilógica a los ojos de un ser racional que sólo analiza lo que ve, el fútbol se ve y se siente. Para entenderlo necesitas romper con la filosofía que parte de la razón para llegar a la conclusión.
- Pero la filosofía no tiene nada que ver con esto. Es un juego en donde el mejor gana-, dice el niño fríamente.
- No, en absoluto. Es un juego en donde gana el que mejor aprovecha sus armas y el que más y mejor desequilibra las líneas rivales para llegar con opciones de marcar gol y garantizar la última acción-contesta el viejo apelando a su lado más didáctico.
El juego discurre en un toma y daca entre ambos contendientes, el público ruge ante las acometidas de su equipo y sopla aliviado cuando el rival no alcanza a completar sus malévolos planes. En el campo se dirime una batalla igualada, en donde el talento y el espíritu competitivo intentan doblegar el ánimo del rival. Mientras en la grada un choque generacional se manifiesta abiertamente. El niño y el viejo disfrutan del espectáculo del juego mientras dirimen su propia lucha.
- Si tienes mejores individualidades, las probabilidades de ganar aumentan-, sentencia el niño, orgulloso de su comentario.
- Falso-, contesta el viejo.- Este es un deporte colectivo, sí es verdad que en la culminación de las jugadas si tienes los mejores jugadores, las garantías de éxito aumentan, pero el contexto del juego es grupal no individual. Por mucho que seas capaz de regatear y poner la pelota en donde quieras, sólo no vas a conseguir nada, necesitas de los compañeros. El todo es superior a la suma de las partes.
-Si, lo de siempre, pero si tienes a Pelé, no te hace falta nada más-, dice el niño contrarrestando con frases cortas las explicaciones argumentadas del viejo.
- Si, pero Pelé sólo no es capaz de defender todos los intereses de su equipo, necesita de sus compañeros- dice el viejo.
- Si ya, por lo del equilibrio y demás. Pero si la lógica del fútbol es diferente a la normal, entonces el equilibrio no existe y si existiese, para qué serviría, si lo que se busca constantemente es el desequilibrio. El fútbol va a contramano de una explicación normal-, contesta el niño arrugando su frente.
- Cierto, el fútbol es contradicción. Debemos rompernos para crear y debemos reconstruírnos para destruir. De esta manera logramos el equilibrio.
- ¿Y el ritmo?-, pregunta el niño.
-El ritmo lo marca la pelota y los compañeros que participan sin la pelota. El fútbol es la pelota y el espacio. Nos rompemos para atacar, para aprovechar todo el espacio posible. Nos reconstruímos para defender, para reducir el espacio de juego. Cuanto más espacio, más ventaja para el atacante, cuanto menos espacio, más ventaja para el defensor. Con espacios, la pelota que corre rápido define el ritmo ofensivo, pero es necesario que en los espacios por los que discurra haya efectivos de tu equipo para gestionarla. En cambio, cuando defiendes, el ritmo lo marcan los jugadores que trabajan sobre el balón y las líneas que reducen el espacio. El ritmo defensivo es físico, el ritmo ofensivo es técnico.
El partido sigue discurriendo a la par que la conversación. El estadio vibra con cada acción. Paralelamente el negocio adyacente al fútbol crece y se desarrolla. El olor a café, choripán, almendra garrapiñada y demás exquisiteces surcan el estadio de lado a lado, convirtiendo el ambiente festivo en algo imborrable para el subconsciente.
A medida que el juego transcurre, las preguntas se multiplican y las respuestas se atrincheran esperando una tregua.
El viejo disfruta con la charla y el niño se ilumina por fuera y por dentro ante las explicaciones del viejo. Pero además, sin decirlo, el pecho se le inunda al sentir como la calma y la sabiduría del viejo lo va conquistando poco a poco, viendo en él lo que quizás algún día será.
El partido se termina y paulatinamente el estadio se vacía. La gente sale, alguna alborotada por el resultado, otros contentos por el espectáculo, todos con plenitud de sensaciones positivas por la experiencia.
El niño, nuevamente de la mano del viejo, una mano rugosa y áspera, fruto de años de trabajo duro que cuando acaricia rasca en la piel la intención de agradar en el alma. El viejo, pensativo, sabiendo que poco tiempo queda ya y que no sabe cuando volverá a disfrutar de una charla como esta. Ambos, orgullosos de la compañía se sientan a tomar el fresco en la calle y a completar una tarde de conversación que fue más allá de lo convencional. El fútbol, una vez más uniendo a dos generaciones alejadas en vivencias pero unidas por el ansia y la pasión de un juego en apariencia sencillo que no simple.
Al caer la tarde una bruma se va levantando, es hora de ir cada uno a su lugar de destino. El viejo emocionado se levanta y sin decir una palabra empieza a caminar, mirando al niño con ojos vidriosos. Entre la bruma se percibe la silueta de Caronte, el barquero que viene en busca de su viajero perdido. El viejo, sabedor de que quizás no vuelva, saca el óbolo de su boca y se prepara para pagar su vuelta al Hades. El río Aqueronte se deja sentir en la espesura de la niebla, mientras el niño incrédulo mira como el viejo y el espectro de la barca se alejan poco a poco. Al menos, así lo piensa el niño, que lo esperen cuarenta vírgenes del paraíso. Pero no, al otro lado sólo está ella, mirando con sus ojos color miel como el viejo se acerca. Ella que había partido poco antes, sabiendo que en nada llegaría él, muerto de amor. Su silueta difusa sólo permite intuir su sonrisa dibujada en rojo con lápiz fino y su particular forma de saludar desde el borde de la orilla, con esa mano peculiar, producto de una mala experiencia en una guerra en donde ella sí mataba con la mirada a quienes osaban abusar de una autoridad robada.
Al fin el barquero deposita en la orilla al viejo y la pareja se va sin mirar atrás, amor eterno.
Mientras, la niebla se disipa poco a poco, volviendo a mostrar los perfiles del mundo conocido en el que el niño se manifiesta. Pero ya no hay tal niño. Un hombre hecho y derecho se encuentra sentado en el preludio del anochecer acompañado de su hijo. Este, pregunta sin parar sobre las vicisitudes del partido, lo moderno del fútbol. El hombre, antes niño le explica la realidad del juego y lo complejo del mismo.
“El fútbol es un deporte que se escribe con renglones torcidos”, le dice a un pequeño que nos es más que una simple copia mejorada de lo que fue él antaño, cuando el viejo era algo más tangible que un recuerdo.
Lo moderno de ayer y lo antiguo de hoy, el ciclo de la vida y vuelta a empezar, pero siempre con Fútbol.
“Hablo, pero no puedo afirmar nada; buscaré siempre, dudaré con frecuencia y desconfiaré de mí mismo.”
(Cicerón)
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