No es noticia ni sorpresa si digo que en Argentina se vive el fútbol de una manera desmedida, a veces incluso obsesiva, la cuerda entre la pasión y la demencia se nos presenta casi invisible para los del otro lado del charco, algo que no podremos entender jamás. Pero a día de hoy corren otros vientos distintos por aquel país, ásperos, fríos e inertes sobrevuelan como un puñal de punta a punta todas y cada una de las canchas, la vieja pampa late distinta y muchos ya lo saben.
Desde Europa decir fútbol argentino es decir tierra de un profeta con el 10 en la espalda, es imaginar La Bombonera repleta o quizás El Monumental a reventar repleto de paraguas en un césped en el que apenas se divisa el verde entre globos, papelitos y papel higiénico. Pero más allá de aquello se palpa y se siente como las barras bravas han dejado de idolatrar a su futbolista estrella ¿saben por qué? Porque ya no tienen ídolos. Los pibes de 15 y 16 años en cuanto destacan en las categorías inferiores ya vuelan hacia otras divisiones del mundo, el aficionado no puede sentirse identificado con un jugador concreto… No hay tiempo natural para quererlo como un ídolo, han perdido aquel brazalete de capitán por el que merecía la pena gastar toda la plata del mes para ponerse su dorsal, han perdido aquella extensión de su corazón en la cancha.
El argentino vive en un vacío de poder, entre el césped y el club. Y lo necesita, pide a gritos un líder, ama a Messi, al Kun, al ‘Pipa’ pero la nostalgia los embarga viendo como ganan fuera, como se hacen mayores los niños de aquella cancha de barrio, los humildes diablos, bosteros o rosarinos rezan porque algún día, un chico se calce las botas y haga grande de nuevo a su club. La libertadores, el mundialito… ¿Por qué no?
Los aires gélidos del fútbol moderno azotan sin compasión. BBVA ya ha llegado al patrocinio de sus camisetas, Pablo Aimar decidió irse a Malasia teniendo ofertas de River. Algunos más drásticos ya temen que todo aquello se viva de otra manera, de una forma más pausada y sosegada como el ritmo de su fútbol, pero esa supuesta hecatombe se piensa únicamente un rato en aquellas tardes interminables de mate y tertulias futboleras de cualquier café de la vieja Latinoamérica.
Los argentinos seguirán alentando a su club, soñando que cualquier día, en uno de sus estadios, un jovencísimo pibe se ate las botas, se suba arriba las medias y en cada ‘gambeta’ vertiginosa deje atrás los nervios del primer día, en cada quiebro imposible vuelque el corazón del hincha y cuando acabe el encuentro, con la camiseta sudada aplauda desde el mediocentro. Para que cualquier aficionado en cualquier campo de Argentina sienta que ése es quien cambiará el futuro del club, y por él continúa valiendo la pena creer en los ídolos.
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