El gol de Arconada. Luis Miguel Arconada no era delantero ni marcó ningún gol en su dilatada carrera deportiva, pero la mezquindad del aficionado al fútbol hace que en su memoria sólo haya espacio para la imagen del portero donostiarra a ras de césped mientra un endemoniado balón echaba a rodar lentamente en dirección a la portería, como poseído por el espiritu de Napoléon, para sobrepasar la línea de gol y cumplir su objetivo más cruel.
Ese aficionado al fútbol debería recordar globalmente la figura de Arconada. El portero comandó a las órdenes de Alberto Ormaetxea la mejor generación de futbolistas que se recuerda en San Sebastián. Los Olaizola, Kortabarría, Zamora, Perico Alonso, Satrústegui o López Ufarte entre otros. Con ellos alcanzó las dos únicas ligas que posee el equipo de Donosti en sus vitrinas, las de las temporadas 1980/1981 y 1981/1982. Igualmente Arconada es el único portero del equipo blanquiazul que ha logrado obtener el Zamora, en tres ocasiones.
Para los que hemos tenido el privilegio de ver a Luis Miguel en directo como rival, la visión debe ser más amplia. Jugaba como visitante y al estruendo habitual que precede a una ocasión clarísima de gol, seguía un murmullo incesante entre la grada ante la certeza de que se encontraban frente a una parada inusual. Aquel murmullo representaba perplejidad y asombro. ¿Cómo era posible que ese remate no hubiese acabado en el fondo de la portería?
Arconada era un tipo de arquero que, además de su colocación, se caracterizaba por una agilidad felina, rapidez y reflejos. Muchas de sus paradas más espectaculares se basaban en una potencia en las piernas que le permitían impulsarse para llegar a balones a los que otros porteros se conformaban con mirar. Un tipo que alcanzaba con una manopla los lugares donde cualquier consumado delantero sueña con poner el balón, el que una vez batido en el suelo, era capaz de incorporarse como un resorte para ese último intento que pudiese nublar los espacios que cualquier depredador del área consideraba vitales.
No cabe duda que el fútbol fue injusto con Arconada aquel 27 de junio de 1984 en el Parque de los Príncipes. Tras un monumental campeonato del portero vasco sin el cual la selección española nunca hubiera disputado aquella final, Platini lanzó una falta de forma pésima, un balón blandito, al palo del portero y casi a media altura. El portero español se dispuso a atajar un balón como lo había hecho miles de veces durante su vida sin ningún atisbo de dificultad, pero el destino le tenía preparada una despiadada sorpresa. Con el balón detenido, este pareció cobrar vida propia hacia la infamia de un portero que siempre estuvo, sin ningún género de dudas, entre los mejores del planeta en la década de los ochenta.
Un tipo normal, cuando los dioses se veneraban en los templos y los futbolistas eran simplemente futbolistas, cuando el barro suplantaba a la gomina. Nació, creció, maduró y se retiró de azul y blanco. El jugador más emblemático de la historia de la Real Sociedad, un estilo de portero que creó escuela. Juan Carlos Ablanedo e Iker Casillas son dos ejemplos de cancerberos de características muy similares: velocidad y agilidad bajo palos, felinos disfrazados de jugadores de fútbol cada fin de semana.
Por eso es mezquino recordar a Arconada por un gol que fue y no debió ser, habiendo tantos goles que tuvieron que ser y no fueron por obra de su mágica inspiración, de un talento innato, de un instinto que sólo unos pocos privilegiados poseen y un personaje que debió iluminar a multitud de niños que le decían a su papá, «yo no quiero ser el que mete los goles, quiero ser como ese que salta tanto», como si nunca hubiese existido París.
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