El detestable fútbol moderno nos ha impuesto en el cada vez más impuro escenario balompédico a actores que, a fuerza de repetirlo, ya parecen insustituibles. Los estadios deben lucir en su nombre el sello de una multinacional, los jeques parecen más importantes que los zurdos, la televisión ha sustituido al hincha que siempre ve los partidos de pie, los horarios se fijan para la comodidad del aficionado que se recuesta en su sofá a 10.000 kilómetros del estadio, las entradas son más caras que el concierto fin de gira de los Rolling, el catering de algunos estadios es cien veces mejor que el lateral derecho del equipo local, las cabinas de los locutores radiofónicos tienen calefacción (¡oh, Dios mío!), para entrevistar a un jugador mediano el periodista ha de superar el filtro de su jefe de prensa, del jefe de prensa del club, del jefe de prensa de la comunidad de vecinos, del presidente de la entidad y hasta de la suegra, la del futbolista y también la del presidente. En definitiva, la intoxicación a la que nos somete el maldito fútbol moderno nos ha inyectado en el cerebro la obligación de creer firmemente que el teatro futbolero necesita muchos actores. Mentira.
El hincha es sagrado. El futbolista es sagrado. El entrenador quizá sea hasta necesario. Y el médico, claro. El delegado de campo me parece una figura conmovedora. El utilero es mi ídolo. Pero sólo hay un actor irremplazable que si un día se pira ya nada volverá a ser igual. Puede costar 130 euros o hacerse con trapos. Puede llevar el escudo de tu equipo o la marca ya borrada de alguna empresa que un día quiso abrazarse a esa publicidad. Puede ser blando, duro, muy duro, duro como la madre que lo parió… o un Mikasa. Puede ser pequeño, grande o mediano. Puede estar hinchado o abandonado. Puede ser blanco, negro, rojo, morado, verde, azul, rosa, amarillo fosforito, qué se yo. Puede ser Nivea (qué míticos). Puede llamarse Telstar, Tango, Azteca, Etrusco, Jabulani o Brazuca. Puede ser de la marca que viste a Cristiano Ronaldo o de la marca que no viste a nadie.
Este actor indiscutible es, además, el más democrático de todos cuantos forman parte, directa o indirectamente, del planeta fútbol. Su ideología es tan abierta que admite cualquier grado de intensidad. Desde el extremo patadón hasta el extremo cariño. Cobija a defensas expeditivos y a trequartistas fantasiosos. Acoge a los “patapalo” y también a los ilusionistas tocados con una varita mágica. Permite que lo envíen a 100 metros de un punterazo o que lo domen con una pinchada que lo deje muerto sobre la alfombra. Es tan buena gente que hasta permite que experimenten con él, que le inserten chips inteligentes o minicomputadoras manejadas por un tipo que posiblemente jamás se haya vestido de corto. Sí, definitivamente nuestro protagonista es demócrata, tolerante, paciente, bondadoso, comprensivo, cariñoso… ejemplar.
El único actor indispensable del universo balompié es… EL BALÓN.
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