El fútbol es un producto que se consume de forma directa. Va desde el césped a la grada o al público en general sin que intervenga nadie por medio. Lo que se ve es lo que se absorve, lo que se siente es producto de dos corrientes, la que proviene del campo de fútbol y nos activa nuestra sensibilidad hacia este deporte y la que va desde el público hacia el césped y que a veces llega, la del estadio y otras veces se intuye, quienes ven los partidos por TV. Ambas corrientes son generadoras de sentimientos, que son los que nacen del propio juego. Los jugadores vibran como consecuencia de las sensaciones y activaciones que les produce el juego en su conjunto, sufren y disfrutan de todo lo que acontece sobre el terreno de juego y además del propio gusto por el trabajo que se desarrolla, al final, como consecuencia de lo acontecido en el juego, se generan sensaciones que variarán en función del resultado final y además, del resultado individual de la participación particular de cada uno en el contexto del partido.
Los ganadores se verán inundados de una sensación de bienestar y de placer que se multiplicará si el partido ha tenido una trascendencia superior, díganse finales ganadas, derbi ante el máximo rival histórico, etc.
Los perdedores por el contrario soportarán la negatividad de la derrota, nada consuela después de un partido perdido, a pesar de que alrededor del jugador se encuentren personas que intenten relativizar las consecuencias puntuales de la derrota con el objetivo de reducir el impacto y sobre todo de apaciguar el ánimo. La derrota sólo se cura con tiempo o con otra victoria inmediata, mientras tanto, en función del grado de compromiso de cada uno, la insatisfacción interior se irá manteniendo en el tiempo e incidiendo en el ánimo.
Además de la sensación victoriosa o derrotista, el jugador vive sus propias sensaciones particulares.
Cuando juega bien, o siente que ha jugado bien, cuando marca goles o cuando su papel ha sido destacado en su entorno más cercano, las sensaciones del fútbolista son de satisfacción y orgullo interno. En caso de victoria, esta sensación particular incrementa el nivel de placer y satisfacción propio de una victoria. En caso de una derrota, el saber que uno ha realizado su trabajo bien hecho, que lo ha dado todo y que no puede personalmente reprocharse nada, hace que la amargura de haber perdido no sea tanta y la relativización de la derrota se alcance antes.
Desgraciadamente, cuando la aportación del jugador individualmente es negativa, no ha jugado bien, no ha llegado a las expectativas particulares de rendimiento que estimaba de partida, a pesar de la victoria, el sinsabor se mantendrá por unos instantes. El ego y el orgullo personal matizarán el valor de la victoria hasta que por interacción y por roce, las sensaciones individuales dejarán paso al disfrute colectivo con el resto del equipo.
Cuando la participación de uno ha sido insuficiente en términos de aportación y las expectativas individuales no han alcanzado los niveles de exigencia personal, la derrota acrecienta las malas sensaciones y estas a su vez multiplican el valor de la derrota. Si, por encima, entra en nuestra cabeza la sensación de culpa, fundada o infundada, el coste emocional y relacional se incrementa, haciendo incluso perder la capacidad de valoración personal o global y llevándonos a niveles de autoexigencia y recriminación individual perniciosos y nocivos a nivel personal.
Como vemos, el resultado final de nuestro trabajo y el resultado final del trabajo colectivo están intimamente ligados con la resultante final del proceso competitivo, la victoria y la derrota. Se incrementa y se mengua en función de las distintas direcciones que tomen unas y otras en torno al contenido general.
Todo este compendio de resultados emocionales y conductuales se trasladan directamente a la grada y a la afición. El aficionado se acerca al fútbol con sus propias sensaciones, con sus propias expectativas y sus propios anhelos y ellos incidirán de una manera o de otra en el propio individuo en función del resultado competitivo final.
El aficionado y la afición como ente propio, sienten las consecuencias finales del juego, así como vibran con las consecuencias parciales que perciben o se les transmite a lo largo de un partido. Durante un partido de fútbol las vibraciones positivias o negativas de la masa de aficionados y del aficionado individualmente se incrementan o se reducen en función de lo que se dirime en el juego. Es el propio desenvolvimiento de las acciones lo que motiva las sensaciones positivas y negativas que uno percibe. Cierto es, que muchas veces otras sensaciones vienen inducidas desde fuera del propio entorno en el que se desarrolla el partido, los medios de comunicación, las expectativas elevados o humildes que los propios participantes hacen en las previas al partido, etc. Todo esto incide directamente en la manera en que la afición y el aficionado medio afronta el partido y le ayuda o le condiciona a manifestarse de una forma u otra, pero una vez empezado el juego, es el propio partido, a través de su dinámica a lo largo de los noventa minutos, quien sienta o levanta el ánimo de quien lo percibe, hasta llegar al resultado final. Aquí nuevamente surge el efecto “diente de sierra” en función de si uno se ve ganador o perdedor.
El resultado de un partido genera y provoca el estímulo o el desaliento en quien lo vive desde una posición de pertenencia.
Uno va con su equipo, se siente parte de él y del entorno que genera. Se alinea con los de su misma elección y sufre o disfruta las consecuencias del resultado final.
Todos hemos vivido el final de las grandes manifestaciones futbolísticas, las finales de Champions o la final de un Mundial y hemos tenido la oportunidad de ver lo que ocurre. Cuando se gana o cuando se pierde, en ambos casos los niveles de emotividad y sentimientos se disparan. La diferencia estriba en la dirección hacia la que se dirigen dichos sentimientos y emociones.
El compañero habitual de la victoria es la euforia, la algarabía y el relax personal al sentir que tu equipo ha alcanzado el objetivo. Si además de lograr la victoria y el premio al que se aspiraba, se ha jugado bien, miel sobre hojuelas, todos contentos y la argumentación sobre la victoria será irrefutable. Si la victoria y el título fueron alcanzados sin llegar al juego que normalmente desempeña el equipo, el juicio no condiciona las sensaciones y las manifestaciones de satisfacción y alegría. Se mantiene el nivel de refuerzo positivo a pesar de que la forma no ha sido la habitualmente requerida. La emoción se dispara y la empatía hacia los que sienten como uno, independientemente de que exista conocimiento o relación previa, se multiplica hasta niveles insospechados.
En cambio la derrota trae sensaciones curiosas. Perder no gusta a nadie. Perder contra el máximo rival genera sensaciones de rechazo inmediato. Perder una final crea desasosiego e impotencia.
Perder duele en el espíritu y las manifestaciones no se dejan esperar.
Si el equipo ha perdido, pero ha llegado a los niveles de rendimiento esperados o incluso los ha superado, la derrota queda mínimamente atemperada, el consuelo por el buen juego relativiza en mínimos la derrota y nos lleva a la empatía y a la conversación de los propios con un consuelo interno que nos justifica relativamente.
Si la derrota ha sido abultada suelen ocurrir dos cosas. Por un lado, el bochorno y el sentimiento de ridículo se acrecienta, la rabia por la derrota viene acompañada por la sensación mediatizada de vergüenza o insatisfacción. Por otro lado, puede ocurrir que se asuma la derrota como justa, se relativicen las consecuencias y se acepte como tal, dando valor al contrario por el logro y soportando el hecho de que el equipo elegido por uno ha sido inferior.
El desconsuelo manifiesto surge cuando la derrota se ha producido por un matiz particular, por una consecuencia específica y concreta que ha variado la dinámica del resultado final. En este caso, ya no miramos el rendimiento ni las propias evoluciones del partido, en dicho caso, el sentimiento de impotencia y de dolor espiritual se multiplica y la sensación de malestar, de injusticia o de engaño se acrecientan. La rabia o la insatisfacción por el logro alcanzable pero peridido se deja ver y manifestar y será y estará en la propia concepción del juego de dicha afición y de dicho aficionado contener y relativizar las consecuencias.
Perder en el último minuto, que nos den la vuelta al resultado, un gol en situación de fuera de juego, un penalty supuestamente injusto, etc.
Pero la consecuencia final de la derrota es sentirla, pero sentirla con los que son de uno. Uno se consuela con sus allegados con las misma afinidad o incluso con desconocidos que en ese momento forman parte del círculo íntimo y cercano por pertenecer a la misma tribu que uno mismo.
Con todo esto, el fútbol es un deporte con consecuencias emocionales. Nos transmite sensaciones que nos permite sentir, sufrir y/o disfrutar por el juego y por el propio entorno que genera el juego. Vivir el fútbol es vivir la victoria y sus consecuencias y vivir la derrota y sus sensaciones.
En todos y cada uno de nosotros se encuentra ese puntito de identidad que nos lleva a asomarnos a este deporte acompañados de unos o de otros, pero nunca solos.
Al final, se gane o se pierda, la sensación permanece, la emoción surge, el sentimiento se hace camino y anda, pero, YOU WILL NEVER WALK ALONE...
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