Todo momento de gloria tiene su lugar privilegiado en la memoria. Una memoria que se ceba con crueldad trayéndonos a la mente los buenos tiempos pasados durante las situaciones más complicadas, como esperando que a base de recordarlos podamos consolarnos con que, al menos, pudimos vivirlos. El fútbol es exactamente eso, pasiones sin medida con grandes altibajos en los que a menudo nos recreamos demasiado, tanto en la cima de la nube como en lo más bajo de los infiernos, haciéndonos a la idea, por motivos opuestos, de que el extremo opuesto al que estamos nunca llegará.
Como aficionado al fútbol viví de todo, con la multitud de experiencias que da ser de un equipo de clase media como el Deportivo, que un día soñó con ser grande y cumplió sus deseos. La subida al Olimpo de la liga española será inolvidable, al igual que la memoria no será capaz de borrar el sufrimiento de los años de mediocridad y descenso final a la segunda categoría, como cruel castigo que impone el fútbol a los pequeños con aires de grandeza, como remedio por haberse atrevido a incumplir las leyes termodinámicas de este deporte. Solo los que nacieron con el título de grandes tienen derecho a ganar en este fútbol en el que quien desafía su poder suele acabar brutalmente golpeado por la realidad de su situación. En el fútbol español no se perdona llegar arriba sin ser Barcelona o Madrid. A todos los demás les cuesta años de sufrimiento posterior el esfuerzo de intentar conseguirlo.
Plantearse el significado del fútbol desde la perspectiva de quien lo ve es complicado. Para mí significa apoyar a los colores que sientes, esos que naciste predestinado a apoyar, y el sentimiento de necesidad de ver cada semana a ese equipo que causa sensaciones desatadas es imposible de frenar. No concibo el fútbol como un entretenimiento cuando mi equipo está presente, sino como una obligación. Disfruto de los buenos partidos y sufro con los malos con la misma sensación de estar cumpliendo mi deber, sin buscar espectáculo aunque rogando por encontrarlo a cada minuto. Sólo exijo ratos de buen fútbol cuando veo partidos ajenos, en ese contexto es cuando busco que quien está en el campo me convenza de seguir prestándole atención.
Creo que los que somos así, aunque seamos un grupo numeroso, nos sentimos incomprendidos. No podemos dar crédito cuando alguien nos dice que cambió a su equipo por cualquiera de los grandes porque no se divertía viendo jugar a su humilde club. Desde luego siempre se respetan otras formas de actuar, pero no cabe duda que para los que somos el otro extremo resulta incomprensible. Somos gente cuya vida se paraliza durante esas casi 2 horas en las que vemos a 11 personas llevando nuestro escudo. Gritamos, sufrimos y a veces incluso disfrutamos, pero no entendemos cómo el que ocupaba asiento a nuestro lado en los momentos de gloria nos abandone por otro en épocas complicadas. Valoramos los buenos momentos porque sabemos lo que es estar presente en los malos. No asimilamos los antónimos si no estamos presentes en ambos conceptos.
No sé cuál será el futuro de este deporte. Es posible que no dure toda la vida como un fenómeno de masas, y que algún día implosione por falta de rentabilidad dejando reductos esparcidos por todo su radio de influencia para ser algo completamente diferente, reductos balompédicos en los que lo único que importe sea el deporte, y no el negocio, en los que ya todos compitan en condiciones similares porque sacar mayor beneficio que el vecino resultaría muy complicado. En definitiva, un mundo post-apocalíptico para este deporte con el que muchos tendrían pesadillas, pero que es a la vez un sueño inconfesable de los que concebimos el fútbol como algo romántico.
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