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Deben ser alrededor de las 22:50 en Johannesburgo. Las luces del electrónico del Soccer City señalan que el partido está a punto de morir y, tras 120 minutos de esfuerzo, sudor y sufrimiento, las selecciones de Ghana y Uruguay empatan a un tanto después de los goles conseguidos por Sulley Muntari y Diego Forlán.
Con el tiempo de la segunda parte de la prórroga ya cumplido, Paintsil lanza una falta al corazón del área desde el perfil derecho de la meta celeste. El barullo es monumental y luego de varios rebotes, el balón llega a la cabeza de Mensah. Su remate con la testa vuela lenta y plácidamente hacia la portería pero, justo cuando la pelota está a punto de rebasar la línea de cal que separa la gloria del fracaso, se encuentra con un obstáculo inesperado. Un Luis Suárez acostumbrado a doblar las manos de los arqueros rivales, utiliza esta vez las suyas para desviar a la desesperada el esférico. El “9″ charrúa es expulsado pero eso poco importa. Es penalti.
El momento no puede ser más drámatico. En el último aliento del partido, las Estrellas Negras (apodo que reciben los ghaneses con motivo de la estrella que luce en su bandera, símbolo de la libertad africana) están a un paso de entrar en la historia, de convertirse en la primera selección del continente en clasificarse para las semifinales de una Copa del Mundo. Detrás del balón, a punto de patear, Asamoah Gyan. El chico de Accra que en su infancia jugaba por las calles de la capital golpeando piedras que hacían de balones, tiene sobre sus espaldas la responsabilidad de transportar la felicidad no solo a los ciudadanos de su ciudad natal, o sobre los más de 24 millones de habitantes que pueblan su nación. Tiene la responsabilidad de llevar la alegría a toda África.
Consciente de ello, Gyan golpea el balón liberando toda la pasión, la fuerza y la rabia contenidas por todo el continente negro. El balón se dirige a toda velocidad hacia la gloria, pero en el último momento se topa con la muralla del travesaño, que lo repele haciendo que se pierda en el cielo, y con él todos los sueños, esperanzas e ilusiones de millones de personas.
Anímicamente destrozada, la selección de Ghana es incapaz de sobreponerse al duro varapalo y en la tanda de penaltis es claramente superada por el conjunto uruguayo, que para infringir más dolor todavía a la derrota, vence con un último lanzamiento realizado por un “loco” a lo Panenka.
Ghana pierde, África llora.
https://www.youtube.com/watch?v=6XATLXUp_qs
Pablo Ortega
1987. Apasionado del fútbol. Redactor en El Fútbol Es Injusto.
«Solo tres personas en la historia han conseguido silenciar Maracaná: el Papa, Frank Sinatra y yo». Habla Alcides Ghiggia, el futbolista uruguayo que vistió de luto a todo un país aquella tarde del 16 de julio de 1950 en la que casi 200.000 personas acudieron al estadio más grande de Brasil confiados en celebrar una enorme fiesta que derivó en un oceáno de lágrimas en las calles de Río de Janeiro y de todo Brasil, sobrepasado por una de las mayores sorpresas de la historia del fútbol.
El triunfo de Uruguay aquel domingo no entraba en los planes de nadie. El guion pasaba por el triunfo, quizás por aplastamiento, de una brillante selección brasileña que pasó por encima de Suecia (7-1) y España (6-1) en la liguilla final que iba a decidir la cuarta Copa del Mundo. A la Brasil de Ademir, Zizinho o Barbosa le bastaba un empate en el último encuentro, de ahí que se disparara la euforia hasta tal punto que el presidente de la FIFA, Jules Rimet, acudió al partido con un discurso en su bolsillo escrito en portugués para felicitar a los brasileños por su victoria. Los principales diarios tenían preparadas ediciones especiales para relatar la proeza, se habían acuñado monedas con los nombres de los jugadores brasileños e incluso los más atrevidos habían comprado ya una camiseta conmemorativa de un triunfo que jamás llegó.
Siete décadas después parece evidente que Brasil subestimó a su rival en ese partido convertido en una final improvisada. Y eso que la Uruguay de aquella época había conquistado un Mundial, ocho Copas de Ámerica y dos oros en los Juegos Olímpicos, un palmarés notablemente superior al de la propia selección brasileña. Sin embargo, todos los focos apuntaban a Brasil en aquel torneo por su condición de local y su enorme pegada, capitalizada en las botas de Ademir, Zizinho y Friaça. Según la leyenda, los uruguayos se encendieron precisamente por ese ambiente que les daba como perdedores antes de jugar el partido, hasta el punto de que desde la Federación se les trasladó el mensaje de que sería suficiente perder por tres o cuatro goles de diferencia. Fue entonces cuando el capitán del equipo, Obdulio Varela, grabó a sus compañeros una frase a fuego en sus retinas. «Los de afuera son de palo». La semilla estaba sembrada.
Maracaná celebró durante una hora un resultado que coronaba a los suyos como campeones del mundo. A los tres minutos de la segunda mitad la grada se vino abajo con el gol de Friaça que abría el marcador, lanzamiento de petardos incluido. Varela, capitán uruguayo, ideó una conversación de sordos para rebajar el empuje del público al reclamar al árbitro un supuesto fuera de juego en la jugada del gol: Varela no hablaba inglés y el árbitro no entendía el español, así que aquella treta se convirtió en un episodio confuso que logró enfriar el ambiente.
Mediada la segunda mitad Juan Alberto Schiaffino, uno de los mejores futbolistas de la primera mitad del siglo XX, remató a la red un pase medido de Ghiggia tras una cabalgada por la banda. El empate descolocó al público, a la prensa y a los jugadores brasileños. «Entonces me di cuenta de que podíamos ganar, ellos se quedaron muy fríos», relata el propio Ghiggia, que a once minutos del final del partido escribiría su nombre para siempre en los libros de historia, al desbordar de nuevo por velocidad por la banda derecha. Barbosa, guardameta brasileño, dio un paso al frente para tapar un centro pensando que Ghiggia repetiría la jugada del primer gol, pero el uruguayo aprovechó ese hueco para chutar a portería y marcar el gol que sumiría en la tragedia a Maracaná, de repente sin palabras al ver que su selección perdía un campeonato que parecía ganado de antemano. Un Maracanazo.
Aquello fue mucho más que una derrota para Brasil. «Yo estaba contento porque habíamos ganado el Mundial y había marcado el gol del triunfo, pero a pesar de la alegría te daba pena mirar a las gradas por las lágrimas de la gente», confesó años después Ghiggia. Después del pitido final hubo que improvisar la entrega del trofeo, anulada la ceremonia de coronación de Brasil que incluía un desfile triunfal por las calles de Rio. Los organizadores del Mundial se evaporaron en el momento en el que había que entregar la Copa a los campeones, lo que finalmente hizo Jules Rimet entre un tumulto sobre el césped, casi a escondidas. Los periódicos brasileños de la época llegaron a hablar de suicidios por ese partido, incluidas dos personas que se habrían tirado desde la misma grada del estadio.
Desde aquella tragedia Brasil jamás ha vuelto a jugar de blanco, lo que curiosamente abrió el exitoso ciclo con la «verdeamarelha», que este verano aspira a quitarse la espina más dolorosa y levantar un título Mundial por fin en Maracaná.
https://www.youtube.com/watch?v=7bcmH2GQBCk
Victor Pérez
Licenciado en Periodismo y Comunicación Audiovisual. Fundador de FIFAChampions y administrador de El Fútbol es Injusto