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«Solo tres personas en la historia han conseguido silenciar Maracaná: el Papa, Frank Sinatra y yo». Habla Alcides Ghiggia, el futbolista uruguayo que vistió de luto a todo un país aquella tarde del 16 de julio de 1950 en la que casi 200.000 personas acudieron al estadio más grande de Brasil confiados en celebrar una enorme fiesta que derivó en un oceáno de lágrimas en las calles de Río de Janeiro y de todo Brasil, sobrepasado por una de las mayores sorpresas de la historia del fútbol.
El triunfo de Uruguay aquel domingo no entraba en los planes de nadie. El guion pasaba por el triunfo, quizás por aplastamiento, de una brillante selección brasileña que pasó por encima de Suecia (7-1) y España (6-1) en la liguilla final que iba a decidir la cuarta Copa del Mundo. A la Brasil de Ademir, Zizinho o Barbosa le bastaba un empate en el último encuentro, de ahí que se disparara la euforia hasta tal punto que el presidente de la FIFA, Jules Rimet, acudió al partido con un discurso en su bolsillo escrito en portugués para felicitar a los brasileños por su victoria. Los principales diarios tenían preparadas ediciones especiales para relatar la proeza, se habían acuñado monedas con los nombres de los jugadores brasileños e incluso los más atrevidos habían comprado ya una camiseta conmemorativa de un triunfo que jamás llegó.
Siete décadas después parece evidente que Brasil subestimó a su rival en ese partido convertido en una final improvisada. Y eso que la Uruguay de aquella época había conquistado un Mundial, ocho Copas de Ámerica y dos oros en los Juegos Olímpicos, un palmarés notablemente superior al de la propia selección brasileña. Sin embargo, todos los focos apuntaban a Brasil en aquel torneo por su condición de local y su enorme pegada, capitalizada en las botas de Ademir, Zizinho y Friaça. Según la leyenda, los uruguayos se encendieron precisamente por ese ambiente que les daba como perdedores antes de jugar el partido, hasta el punto de que desde la Federación se les trasladó el mensaje de que sería suficiente perder por tres o cuatro goles de diferencia. Fue entonces cuando el capitán del equipo, Obdulio Varela, grabó a sus compañeros una frase a fuego en sus retinas. «Los de afuera son de palo». La semilla estaba sembrada.
Maracaná celebró durante una hora un resultado que coronaba a los suyos como campeones del mundo. A los tres minutos de la segunda mitad la grada se vino abajo con el gol de Friaça que abría el marcador, lanzamiento de petardos incluido. Varela, capitán uruguayo, ideó una conversación de sordos para rebajar el empuje del público al reclamar al árbitro un supuesto fuera de juego en la jugada del gol: Varela no hablaba inglés y el árbitro no entendía el español, así que aquella treta se convirtió en un episodio confuso que logró enfriar el ambiente.
Mediada la segunda mitad Juan Alberto Schiaffino, uno de los mejores futbolistas de la primera mitad del siglo XX, remató a la red un pase medido de Ghiggia tras una cabalgada por la banda. El empate descolocó al público, a la prensa y a los jugadores brasileños. «Entonces me di cuenta de que podíamos ganar, ellos se quedaron muy fríos», relata el propio Ghiggia, que a once minutos del final del partido escribiría su nombre para siempre en los libros de historia, al desbordar de nuevo por velocidad por la banda derecha. Barbosa, guardameta brasileño, dio un paso al frente para tapar un centro pensando que Ghiggia repetiría la jugada del primer gol, pero el uruguayo aprovechó ese hueco para chutar a portería y marcar el gol que sumiría en la tragedia a Maracaná, de repente sin palabras al ver que su selección perdía un campeonato que parecía ganado de antemano. Un Maracanazo.
Aquello fue mucho más que una derrota para Brasil. «Yo estaba contento porque habíamos ganado el Mundial y había marcado el gol del triunfo, pero a pesar de la alegría te daba pena mirar a las gradas por las lágrimas de la gente», confesó años después Ghiggia. Después del pitido final hubo que improvisar la entrega del trofeo, anulada la ceremonia de coronación de Brasil que incluía un desfile triunfal por las calles de Rio. Los organizadores del Mundial se evaporaron en el momento en el que había que entregar la Copa a los campeones, lo que finalmente hizo Jules Rimet entre un tumulto sobre el césped, casi a escondidas. Los periódicos brasileños de la época llegaron a hablar de suicidios por ese partido, incluidas dos personas que se habrían tirado desde la misma grada del estadio.
Desde aquella tragedia Brasil jamás ha vuelto a jugar de blanco, lo que curiosamente abrió el exitoso ciclo con la «verdeamarelha», que este verano aspira a quitarse la espina más dolorosa y levantar un título Mundial por fin en Maracaná.
https://www.youtube.com/watch?v=7bcmH2GQBCk
Victor Pérez
Licenciado en Periodismo y Comunicación Audiovisual. Fundador de FIFAChampions y administrador de El Fútbol es Injusto
Semifinales de un mundial, enfrente la vigente campeona y el jugador estrella y máximo goleador sentado en el banco.
¿Se imaginan a Sabella o Paulo Bento reservando a Messi o Cristiano Ronaldo en un partido de semejante trascendencia sin ningún problema físico que lo pudiera justificar? Difícil, ¿no? Pues eso fue lo que ocurrió allá por junio de 1938. Evidentemente para el aficionado de a pie el nombre de Leónidas Da Silva es más que probable que no le diga prácticamente nada. El jugador carioca fue el máximo goleador de la Copa del Mundo de 1938 celebrada en Francia, lo que nos puede ubicar ante el tipo de futbolista que nos encontramos. Se trata de el primer jugador brasileño reconocido a nivel internacional, lo que le convierte en un pionero de multitud de jugadores brasileños que han deslumbrado al aficionado hasta nuestros días. Se puede decir sin temor a equivocarnos que estamos ante el primer gran goleador de la historia del fútbol y uno de los precursores a los que se le puede documentar gráficamente haciendo una chilena.
Jules Rimet había llevado el mundial a Francia tras habérselo quitado a Argentina, lo que incumplía la rotación de continentes prevista. Esto conllevó el boicot por parte de diversas selecciones del continente americano. Brasil no fue una de ellas. Vence a Polonia con tres tantos de Leónidas, después Checoslovaquia sucumbe ante la canarinha tras un desempate, en el que el delantero brasileño marca en los dos encuentros. Tras ello nos encontramos una tarde de junio en el Velodrome de Marsella ante el mayor atentado futbolístico de la época. Ademar Pimienta, seleccionador carioca, en un acto que le debería haber inmortalizado escultóricamente en cualquier plaza romana, decide que el máximo goleador del campeonato con un registro de cinco tantos en tres partidos, debe descansar ante el “trámite” que supone jugar una semifinal ante Italia, la vigente campeona del mundo. Hay que reservarle para una final que nunca jugarían. El atrevimiento acaba con la victoria transalpina por 2 goles a 1.
Si este hecho se hubiera producido en fechas más recientes, donde si alguien estornuda en el otro extremo del planeta, es noticia a los cinco segundos a través de redes sociales y medios de información de todo tipo, el tsunami devastador hacia la persona del seleccionador brasileño hubiese tenido consecuencias catastróficas impredecibles. Cualquier programa espacial de larga duración, sería destino aconsejable para tal despropósito.
En este caso no cabría decir que el fútbol fue injusto con Leónidas, sino que sería más acertado afirmar que la arrogancia de Ademar Pimienta mató a la cordura.
https://www.youtube.com/watch?v=CODMhYEvlws
Miguel Mandías
De las cosas menos importantes que hay en la vida, el fútbol es la más importante.