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Philipp Lahm, el incombustible capitán alemán diestro de 30 años y más de 100 partidos con la camiseta nacional diputará su tercer Mundial en Brasil este próximo verano, algo que es bastante obvio dado el nivel mostrado y su trayectoria; pero la incógnita viene en saber si Joachim Löw le colocará como mediocentro o cómo lateral derecho. Debate que si no fuera por Guardiola, no tendría cabida, ya que fue este el que decidió descubrirlo en esa posición a los pocos partidos de llegar a Munich.
El jugador alemán, acostumbrado a jugar en los laterales de ambas bandas se había consagrado cómo uno de los mejores laterales derechos del mundo. Guardiola, vio en él a un jugador muy inteligente y sumado a la ya conocida calidad del alemán hicieron que viese en él al mediocentro que necesitaba en ese momento.
Estamos ante un jugador inteligente, versátil, polivalente, técnico, con buen manejo de balón, que cumple con las tres premisas individuales de un jugador: percepción, decisión y ejecución. Un jugador que desde la posición de lateral llega al área contraria, genera peligro y finaliza acciones. Ahora en la posición de mediocentro, se encarga de llevar la batuta de los bávaros con una excelente capacidad para el pase y la asociación. El jefe del Bayern, ordena y manda desde el terreno de juego a la perfección, es un lider. Pese a que Lahm siempre ha sido lateral, posee características ofensivas, pero aún teniendo ese perfil son pocas las lagunas defensivas que deja el alemán. Uno de sus puntos débiles es la estatura. Es un futbolista de pequeña envergadura (170 cm.) y sufre en el juego aéreo ante atacantes más poderosos, es rápido y tiene buena capacidad de anticipación, lo que le hacen suplir sus carencias defensivas.
Lahm, ya participó en el Mundial de Alemania de 2006, dónde anotó el primer gol del mundial frente a Costa Rica y en el de Sudáfrica de 2010, quedándose en ambos con el tercer puesto. Titular indiscutible en ambos Mundiales, tiene el reto de conseguir por fin este año de nuevo para Alemania la tan ansiada Copa del Mundo.
Luis Rubiano
Técnico deportivo Nivel 2. Actualmente entrenador del Juvenil C Tavernes Blanques.
«Solo tres personas en la historia han conseguido silenciar Maracaná: el Papa, Frank Sinatra y yo». Habla Alcides Ghiggia, el futbolista uruguayo que vistió de luto a todo un país aquella tarde del 16 de julio de 1950 en la que casi 200.000 personas acudieron al estadio más grande de Brasil confiados en celebrar una enorme fiesta que derivó en un oceáno de lágrimas en las calles de Río de Janeiro y de todo Brasil, sobrepasado por una de las mayores sorpresas de la historia del fútbol.
El triunfo de Uruguay aquel domingo no entraba en los planes de nadie. El guion pasaba por el triunfo, quizás por aplastamiento, de una brillante selección brasileña que pasó por encima de Suecia (7-1) y España (6-1) en la liguilla final que iba a decidir la cuarta Copa del Mundo. A la Brasil de Ademir, Zizinho o Barbosa le bastaba un empate en el último encuentro, de ahí que se disparara la euforia hasta tal punto que el presidente de la FIFA, Jules Rimet, acudió al partido con un discurso en su bolsillo escrito en portugués para felicitar a los brasileños por su victoria. Los principales diarios tenían preparadas ediciones especiales para relatar la proeza, se habían acuñado monedas con los nombres de los jugadores brasileños e incluso los más atrevidos habían comprado ya una camiseta conmemorativa de un triunfo que jamás llegó.
Siete décadas después parece evidente que Brasil subestimó a su rival en ese partido convertido en una final improvisada. Y eso que la Uruguay de aquella época había conquistado un Mundial, ocho Copas de Ámerica y dos oros en los Juegos Olímpicos, un palmarés notablemente superior al de la propia selección brasileña. Sin embargo, todos los focos apuntaban a Brasil en aquel torneo por su condición de local y su enorme pegada, capitalizada en las botas de Ademir, Zizinho y Friaça. Según la leyenda, los uruguayos se encendieron precisamente por ese ambiente que les daba como perdedores antes de jugar el partido, hasta el punto de que desde la Federación se les trasladó el mensaje de que sería suficiente perder por tres o cuatro goles de diferencia. Fue entonces cuando el capitán del equipo, Obdulio Varela, grabó a sus compañeros una frase a fuego en sus retinas. «Los de afuera son de palo». La semilla estaba sembrada.
Maracaná celebró durante una hora un resultado que coronaba a los suyos como campeones del mundo. A los tres minutos de la segunda mitad la grada se vino abajo con el gol de Friaça que abría el marcador, lanzamiento de petardos incluido. Varela, capitán uruguayo, ideó una conversación de sordos para rebajar el empuje del público al reclamar al árbitro un supuesto fuera de juego en la jugada del gol: Varela no hablaba inglés y el árbitro no entendía el español, así que aquella treta se convirtió en un episodio confuso que logró enfriar el ambiente.
Mediada la segunda mitad Juan Alberto Schiaffino, uno de los mejores futbolistas de la primera mitad del siglo XX, remató a la red un pase medido de Ghiggia tras una cabalgada por la banda. El empate descolocó al público, a la prensa y a los jugadores brasileños. «Entonces me di cuenta de que podíamos ganar, ellos se quedaron muy fríos», relata el propio Ghiggia, que a once minutos del final del partido escribiría su nombre para siempre en los libros de historia, al desbordar de nuevo por velocidad por la banda derecha. Barbosa, guardameta brasileño, dio un paso al frente para tapar un centro pensando que Ghiggia repetiría la jugada del primer gol, pero el uruguayo aprovechó ese hueco para chutar a portería y marcar el gol que sumiría en la tragedia a Maracaná, de repente sin palabras al ver que su selección perdía un campeonato que parecía ganado de antemano. Un Maracanazo.
Aquello fue mucho más que una derrota para Brasil. «Yo estaba contento porque habíamos ganado el Mundial y había marcado el gol del triunfo, pero a pesar de la alegría te daba pena mirar a las gradas por las lágrimas de la gente», confesó años después Ghiggia. Después del pitido final hubo que improvisar la entrega del trofeo, anulada la ceremonia de coronación de Brasil que incluía un desfile triunfal por las calles de Rio. Los organizadores del Mundial se evaporaron en el momento en el que había que entregar la Copa a los campeones, lo que finalmente hizo Jules Rimet entre un tumulto sobre el césped, casi a escondidas. Los periódicos brasileños de la época llegaron a hablar de suicidios por ese partido, incluidas dos personas que se habrían tirado desde la misma grada del estadio.
Desde aquella tragedia Brasil jamás ha vuelto a jugar de blanco, lo que curiosamente abrió el exitoso ciclo con la «verdeamarelha», que este verano aspira a quitarse la espina más dolorosa y levantar un título Mundial por fin en Maracaná.
https://www.youtube.com/watch?v=7bcmH2GQBCk
Victor Pérez
Licenciado en Periodismo y Comunicación Audiovisual. Fundador de FIFAChampions y administrador de El Fútbol es Injusto