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Hasta la época dorada actual, el único título relevante en categoría absoluta de que podía presumir el fútbol español, era la Eurocopa de 1964. Por estas extrañas (o injustas) cosas que tiene el fútbol, esa misma generación fracasó estrepitosamente en el Mundial anterior, el de Chile 62. Cierto es que le tocó en suerte un grupo en el que estaban Brasil y Checoslovaquia que serían, a la postre, campeón y subcampeón, respectivamente, y que extrañas circunstancias concurrieron, especialmente, en el partido ante Brasil, pero el hecho es que España se volvió a casa tras la primera fase y como última de grupo.
Una única –y pírrica- victoria ante México fue nuestro único bagaje. Lo demás, derrota por 1 a 0 ante Checoslovaquia y por 2 a 1 ante Brasil, aunque este partido demuestra lo injusto que es el fútbol a veces. España logró adelantarse en el marcador en el primer tiempo y, mediado la segunda parte, hay una doble jugada que pudo haber cambiado el rumbo del partido: Primeramente, un penalty claro a favor de España que el árbitro sacó fuera del área. La falta se sacó desde el lateral derecho del área brasileña (según atacaba España) y, tras el subsiguiente despeje de la defensa brasileña, Adelardo cazó el balón con una espectacular tijera que se coló por la izquierda del portero brasileño. El árbitro anuló el gol sin que, a día de hoy, se sepa todavía el porqué. Hay quien habla de juego peligroso (¿?) y quien habla de falta al defensa en el despeje pero ninguna de las infracciones parece clara viendo las imágenes.
Tras esta doble jugada, el esfuerzo acabó pesándole a España y dos goles de Amarildo, curiosamente sustituto de Pelé, en los últimos minutos del partido, acabaron con las ilusiones españolas de pasar a la siguiente fase. La victoria de España hubiese volteado de forma espectacular la clasificación del grupo, ya que hubiese puesto a los nuestros en cuartos y dejado a Brasil, campeón vigente, fuera de los cuartos de final.
Una injusticia, una circunstancia, un no saber sobreponerse a este tipo de cosas, un no saber jugar a lo que se dio en llamar “el otro fútbol”. En definitiva excusas, explicaciones y justificaciones siempre presentes en los mentideros futbolísticos de nuestro país cuando de justificar fracasos en competiciones de alto nivel se trataba. Chile, su Mundial y la tijera de Adelardo sólo fueron una más. Hasta que aquella Eurocopa de 2008 rompió lo que muchos dieron en llamar el maleficio.
https://www.youtube.com/watch?v=iRvlc-JUcwQ
Matt Le Tisier
Apasionado del fútbol. Editor de elfutbolsegunmatt.wordpress.com. Socio del Atlético de Madrid.
El Mundial del 58 en Suecia, será recordado por la aparición de un jovencísimo Pelé, quien con 17 años levantaría la primera de sus tres Copas del Mundo (único jugador en haberlo conseguido). También es recordado por ser el Mundial en el que el francés Just Fontaine logró el récord de mayor número de goles en una sola edición: 13. Sin embargo, durante la competición sucedió una injusticia que ha sido olvidada con el paso del tiempo.
Ocurrió en las semifinales, que enfrentaban a la anfitriona Suecia contra la vigente campeona, la Alemania Federal. Los alemanes habían levantado su primer Mundial cuatro años antes, en Suiza, derrotando a los favoritos en la final denominada “el milagro de Berna”: la Hungría de Puskas, “los Magiares mágicos”, quienes llevaban 33 partidos sin perder y habían derrotado a Alemania 8-3 en la primera fase. Por lo tanto, el equipo que dirigía Sepp Herberger, quería volver a alcanzar la final. Ninguno se habría imaginado el partido que tenían por delante, que pasó a llamarse “la batalla de Gotemburgo” por lo vivido en el terreno de juego.
El estadio presentaba una atmósfera inmejorable, con un campo lleno hasta la bandera para animar a sus compatriotas suecos a llegar a la primera final de un Mundial en su historia. Verían como el partido se les ponía cuesta arriba cuando en el minuto 24, Hans Schäfer remacha a gol un tiro de su compañero Uwe Seeler. Transcurridos diez minutos después del gol, llegaría el momento que lo cambió todo: la injusticia. El veterano capitán de Suecia, Nils Liedholm, corta un pase con la mano. El árbitro no se percata de ello, y deja seguir la jugada ilegal, en la que Liedholm habilita a Skoglund para empatar el encuentro. Tras esta polémica, el encuentro se calentó en la segunda mitad. El defensor alemán Ernst Juskowiak, es expulsado en el minuto 59 tras una falta sobre Hamrin (a día de hoy, todavía es odiado en Alemania acusado de “piscinero”). Con un hombre menos, el encuentro se complicó más para los vigentes campeones, pues a falta de un cuarto de hora para el final del partido, el legendario Fritz Walter es lesionado tras una dura entrada. Lamentablemente, no pudo continuar, y los alemanes se vieron obligados a jugar el último tramo de las semifinales nueve contra once. Poco después, en el 80´ marcaría el 2-1 Gren, y a falta de dos minutos, el odiado Hamrin sentenciaría el pase a la final de los anfitriones.
De esta forma, los alemanes no pudieron defender su título ante Brasil y el adolescente Pelé. Por culpa de un gol que no debería haber subido al marcador, y tras un partido en el que todo lo que sucedió benefició a Suecia. Tuvieron que luchar por el tercer y cuarto puesto con el otro hombre del torneo, Just Fontaine. Cuatro años después del “milagro de Berna”, Alemania recordaría amargamente “la batalla de Gotemburgo”.
https://www.youtube.com/watch?v=00ka2xQ3n3E
Nota: este artículo no habría sido posible sin la la ayuda de Sergio Vilariño, un gran historiador del fútbol.
Domingo Pérez
Estudiante de turismo con vocación de periodista deportivo. Estopa como forma de vida. Gunner, canarión y coruñés de adopción. Redactor de @Futbolesinjusto 1993, Gáldar
Actualmente, ¿quién puede imaginarse a Hungría optando a cualquier título a nivel internacional? La primera mitad de la década de los 50 fue memorable para este país, en lo referente al deporte Rey. Su situación social era complicada, recuperándose de los daños causados por la guerra. El fútbol y el deporte una vez más serviría de bálsamo para todos los nativos de este país, sumidos en la pobreza.
Es curioso resaltar que la gran mayoría de los componentes de esta selección eran amigos de la infancia. La estrella por excelencia, Ferenc Puskas, inició su carrera en el Kispest Honvéd, club en el que su padre colaboraba y dónde le introdujo. Puskas atravesó esta fase con su gran amigo József Bozsik, pieza clave también del combinado nacional. Antes de centrarnos en el Mundial al que se hace referencia, os situaremos respecto a esta selección.
Los conocidos como Magiares Mágicos o Equipo de Oro, comandados por Gusztav Sebes, consiguieron varios éxitos inigualables. El mayor de ellos y que tuve más eco y repercusión fue sin duda ganar a Gran Bretaña en el Estadio de Wembley. El grado de mérito es mayor cuando se conoce que hasta esa fecha ningún equipo no británico había conseguido vencer a Gran Bretaña en sus dominios. Este hecho tuvo lugar en noviembre de 1953, un año después de que Hungría cosechará los Juegos Olímpicos, en un estadio abarrotado, en torno al centenar de miles de aficionados. Cabe destacar que no solo ganó, sino que mostró un estilo de juego novedoso (sistema 1-4-2-4) adoptado posteriormente por la gran Brasil de Pelé. Este sistema, basado en la velocidad en el juego, iba encaminado a no recibir goles, a la par que materializarlos. Hasta la fecha nadie cuidaba el aspecto defensivo. El partido lo venció por 6-3 y grandes nombres de este deporte como Bobby Robson cayeron rendidos a ellos, desconocidos para el mundo. De esta forma se bajó de la nube a los inventores del fútbol que ni se molestaron en conocer a su rival, dada su supuesta superioridad. Esto les llevó a guiarse por los dorsales de los jugadores y confundir demarcaciones durante el encuentro.
Previamente al Mundial de 1954, que se disputaría en Suiza, este combinado encadenaría una racha de 32 victorias consecutivas en 6 años, hasta la final de dicho Mundial.
El fútbol demostró en la final del Mundial de 1954 que no está escrito, que aunque lleves la condición de favorito o invencible esto no siempre es así. Hungría se presentó en la final tras contar su partidos por victorias. 25 goles a favor y 7 en contra en 5 partidos. Tendría lugar entonces el conocido como Milagro de Berna. 4 de julio, Berna, Suiza, se enfrentan selección de Hungría, repleta de estrellas de este deporte y Alemania Federal, la cual había sido derrotada en la primera fase por los Magiares Mágicos por 8-3. He aquí lo bonito del fútbol, la final comenzó con lo que hacía presagiar un paseo militar para Hungría, minuto 8 victoria 2-0 para el equipo de oro, goles de Puskas y Czibor. El conjunto alemán empataría antes del descanso y Rahn en el minuto 84 pondría la guinda al pastel germano con su segundo gol y el de la victoria. 2-3 definitivo, Hungría perdió de forma inesperada e injusta, se quedó con el consuelo de ser los campeones morales como así afirmó su capitán Ferenc Puskas. Con la miel en los labios y el éxito merecido a un solo paso, el cual no se pudo dar. Esto no fue suficiente consuelo.
A pesar de este duro golpe, Hungría siguió haciendo las delicias de los espectadores. Encadenó 18 victorias consecutivas. En esta colección de nuevas victorias se produciría de nuevo una contra Inglaterra ( 7-1) esta vez en Budapest. Siguió dando la cara en los diferentes Mundiales aunque siendo eliminado de forma prematura, tuve que hacer frente a la par a una dura situación política. Su última vez en participar en un Campeonato del Mundo fue en México de 1986. No hay duda que Hungría volverá a tener una camada de jugadores como los de aquella generación. Desde luego esta selección permanecerá en el recuerdo de todo aficionado al fútbol, cualquiera que sea su edad.
https://www.youtube.com/watch?v=vJFQ5wB9jns
Carlos Romero
Graduado en Estadística. Estudiante UEFA - A Level, Nivel II de Entrenador de fútbol. Jugador y entrenador en el @aducarrascal. "Si una persona avanza con seguridad en la dirección de sus sueños para vivir la vida que ha imaginado, se encontrará con un éxito inesperado en horas comunes" - Henry David Thoreau
«Solo tres personas en la historia han conseguido silenciar Maracaná: el Papa, Frank Sinatra y yo». Habla Alcides Ghiggia, el futbolista uruguayo que vistió de luto a todo un país aquella tarde del 16 de julio de 1950 en la que casi 200.000 personas acudieron al estadio más grande de Brasil confiados en celebrar una enorme fiesta que derivó en un oceáno de lágrimas en las calles de Río de Janeiro y de todo Brasil, sobrepasado por una de las mayores sorpresas de la historia del fútbol.
El triunfo de Uruguay aquel domingo no entraba en los planes de nadie. El guion pasaba por el triunfo, quizás por aplastamiento, de una brillante selección brasileña que pasó por encima de Suecia (7-1) y España (6-1) en la liguilla final que iba a decidir la cuarta Copa del Mundo. A la Brasil de Ademir, Zizinho o Barbosa le bastaba un empate en el último encuentro, de ahí que se disparara la euforia hasta tal punto que el presidente de la FIFA, Jules Rimet, acudió al partido con un discurso en su bolsillo escrito en portugués para felicitar a los brasileños por su victoria. Los principales diarios tenían preparadas ediciones especiales para relatar la proeza, se habían acuñado monedas con los nombres de los jugadores brasileños e incluso los más atrevidos habían comprado ya una camiseta conmemorativa de un triunfo que jamás llegó.
Siete décadas después parece evidente que Brasil subestimó a su rival en ese partido convertido en una final improvisada. Y eso que la Uruguay de aquella época había conquistado un Mundial, ocho Copas de Ámerica y dos oros en los Juegos Olímpicos, un palmarés notablemente superior al de la propia selección brasileña. Sin embargo, todos los focos apuntaban a Brasil en aquel torneo por su condición de local y su enorme pegada, capitalizada en las botas de Ademir, Zizinho y Friaça. Según la leyenda, los uruguayos se encendieron precisamente por ese ambiente que les daba como perdedores antes de jugar el partido, hasta el punto de que desde la Federación se les trasladó el mensaje de que sería suficiente perder por tres o cuatro goles de diferencia. Fue entonces cuando el capitán del equipo, Obdulio Varela, grabó a sus compañeros una frase a fuego en sus retinas. «Los de afuera son de palo». La semilla estaba sembrada.
Maracaná celebró durante una hora un resultado que coronaba a los suyos como campeones del mundo. A los tres minutos de la segunda mitad la grada se vino abajo con el gol de Friaça que abría el marcador, lanzamiento de petardos incluido. Varela, capitán uruguayo, ideó una conversación de sordos para rebajar el empuje del público al reclamar al árbitro un supuesto fuera de juego en la jugada del gol: Varela no hablaba inglés y el árbitro no entendía el español, así que aquella treta se convirtió en un episodio confuso que logró enfriar el ambiente.
Mediada la segunda mitad Juan Alberto Schiaffino, uno de los mejores futbolistas de la primera mitad del siglo XX, remató a la red un pase medido de Ghiggia tras una cabalgada por la banda. El empate descolocó al público, a la prensa y a los jugadores brasileños. «Entonces me di cuenta de que podíamos ganar, ellos se quedaron muy fríos», relata el propio Ghiggia, que a once minutos del final del partido escribiría su nombre para siempre en los libros de historia, al desbordar de nuevo por velocidad por la banda derecha. Barbosa, guardameta brasileño, dio un paso al frente para tapar un centro pensando que Ghiggia repetiría la jugada del primer gol, pero el uruguayo aprovechó ese hueco para chutar a portería y marcar el gol que sumiría en la tragedia a Maracaná, de repente sin palabras al ver que su selección perdía un campeonato que parecía ganado de antemano. Un Maracanazo.
Aquello fue mucho más que una derrota para Brasil. «Yo estaba contento porque habíamos ganado el Mundial y había marcado el gol del triunfo, pero a pesar de la alegría te daba pena mirar a las gradas por las lágrimas de la gente», confesó años después Ghiggia. Después del pitido final hubo que improvisar la entrega del trofeo, anulada la ceremonia de coronación de Brasil que incluía un desfile triunfal por las calles de Rio. Los organizadores del Mundial se evaporaron en el momento en el que había que entregar la Copa a los campeones, lo que finalmente hizo Jules Rimet entre un tumulto sobre el césped, casi a escondidas. Los periódicos brasileños de la época llegaron a hablar de suicidios por ese partido, incluidas dos personas que se habrían tirado desde la misma grada del estadio.
Desde aquella tragedia Brasil jamás ha vuelto a jugar de blanco, lo que curiosamente abrió el exitoso ciclo con la «verdeamarelha», que este verano aspira a quitarse la espina más dolorosa y levantar un título Mundial por fin en Maracaná.
https://www.youtube.com/watch?v=7bcmH2GQBCk
Victor Pérez
Licenciado en Periodismo y Comunicación Audiovisual. Fundador de FIFAChampions y administrador de El Fútbol es Injusto
Semifinales de un mundial, enfrente la vigente campeona y el jugador estrella y máximo goleador sentado en el banco.
¿Se imaginan a Sabella o Paulo Bento reservando a Messi o Cristiano Ronaldo en un partido de semejante trascendencia sin ningún problema físico que lo pudiera justificar? Difícil, ¿no? Pues eso fue lo que ocurrió allá por junio de 1938. Evidentemente para el aficionado de a pie el nombre de Leónidas Da Silva es más que probable que no le diga prácticamente nada. El jugador carioca fue el máximo goleador de la Copa del Mundo de 1938 celebrada en Francia, lo que nos puede ubicar ante el tipo de futbolista que nos encontramos. Se trata de el primer jugador brasileño reconocido a nivel internacional, lo que le convierte en un pionero de multitud de jugadores brasileños que han deslumbrado al aficionado hasta nuestros días. Se puede decir sin temor a equivocarnos que estamos ante el primer gran goleador de la historia del fútbol y uno de los precursores a los que se le puede documentar gráficamente haciendo una chilena.
Jules Rimet había llevado el mundial a Francia tras habérselo quitado a Argentina, lo que incumplía la rotación de continentes prevista. Esto conllevó el boicot por parte de diversas selecciones del continente americano. Brasil no fue una de ellas. Vence a Polonia con tres tantos de Leónidas, después Checoslovaquia sucumbe ante la canarinha tras un desempate, en el que el delantero brasileño marca en los dos encuentros. Tras ello nos encontramos una tarde de junio en el Velodrome de Marsella ante el mayor atentado futbolístico de la época. Ademar Pimienta, seleccionador carioca, en un acto que le debería haber inmortalizado escultóricamente en cualquier plaza romana, decide que el máximo goleador del campeonato con un registro de cinco tantos en tres partidos, debe descansar ante el “trámite” que supone jugar una semifinal ante Italia, la vigente campeona del mundo. Hay que reservarle para una final que nunca jugarían. El atrevimiento acaba con la victoria transalpina por 2 goles a 1.
Si este hecho se hubiera producido en fechas más recientes, donde si alguien estornuda en el otro extremo del planeta, es noticia a los cinco segundos a través de redes sociales y medios de información de todo tipo, el tsunami devastador hacia la persona del seleccionador brasileño hubiese tenido consecuencias catastróficas impredecibles. Cualquier programa espacial de larga duración, sería destino aconsejable para tal despropósito.
En este caso no cabría decir que el fútbol fue injusto con Leónidas, sino que sería más acertado afirmar que la arrogancia de Ademar Pimienta mató a la cordura.
https://www.youtube.com/watch?v=CODMhYEvlws
Miguel Mandías
De las cosas menos importantes que hay en la vida, el fútbol es la más importante.