Gracias, ‘Gigi’. Gracias, Iker
Lo primero que me impactó fueron aquellas estridentes indumentarias. Recuerdo como, en mi más tierna infancia, los Abel, Buyo, Higuita o Jorge Campos lucían camisetas llenas de colores chillones que no pegaban nada entre sí, pero que resultaban hipnóticas en el momento del vuelo para alejar de la portería balones imposibles.
Algo después, la curiosidad invadió mi ser, ya que cada vez que el locutor de la radio o la tele se refería al portero, lo hacía con una extraña palabra cuyo significado desconocía: “cancerbero”. “El cancerbero, hijo, es un perro de 3 cabezas encargado de vigilar las puertas del inframundo, para que los muertos no puedan salir y los vivos no puedan entrar en él“. Evidentemente, semejante historia fascinó a un chaval de unos 7 u 8 años al que cada vez le iba llamando más la atención eso de evitar que la pelota se colase en tu arco.
Al inicio de la adolescencia, me hice muy aficionado a las tertulias futboleras de media noche. Recuerdo como en una de aquellas noches interminables al son del transistor, un gran exfutbolista, y mejor orador, enalteció la figura del arquero con una frase que grabé para siempre en mi interior: “la esencia del fútbol son los goles, y esos locos (los porteros) tienen que evitarlos y romper las ilusiones de toda una hinchada. Un respeto para ellos“. En aquellos años de rebeldía y desobedencia, de ir en contra del mundo, eso de fastidiar a los demás y salirte con la tuya molaba. Molaba mucho. Y cada vez tenía más claro que mi lugar en el campo debía estar bajo palos.
Pero los que terminaron por convencerme fueron dos jóvenes descarados que, con un par de guantes en las manos, se transformaban en una muralla infranqueable para las delanteras rivales. De Buffon me enamoraron su seguridad y elegancia; un error suyo era más difícil de encontrar que una aguja en un pajar, y cada movimiento iba acompañado por ese gusto, esa belleza, ese estilo italiano que te embauca y que tan solo los transalpinos poseen.
De Casillas lo que más me asombró siempre fue su don de la oportunidad y su capacidad de realizar milagros. Siempre aparecía cuando su equipo lo necesitaba; en los momentos determinantes surgía con su inagotable repertorio de paradas inverosímiles, para atrapar con sus manos todos los títulos habidos y por haber.
Y gracias a ellos, al fin me atreví a dar el paso. Ajusté bien fuerte los guantes a las muñecas, me vestí con camisetas “cantosas”, y me creí el guardián del gol rival. El guardián del infierno. Sentí en mis carnes la locura del que lucha contra la esencia del fútbol. Creo que nunca fui un gran portero, pero disfruté imitando la elegancia de ‘Gigi‘, y gocé volando de un palo a otro y salvando victorias como lo hacía Iker.
Esta noche, cuando el árbitro de el pistoletazo de salida al duelo entre Juventus y Real Madrid, la mayoría se fijará en los movimientos de los Cristiano, Vidal, Morata, James, Pirlo, Ramos y compañía. Para mí, será un enfrentamiento entre mis dos máximos referentes y fuente de inspiración. Un combate por la gloria europea entre los dos cancerberos que me empujaron a conocer la felicidad de jugar bajo palos. Un choque entre mitos, entre leyendas.
Un duelo entre los dos mejores porteros de la historia de este deporte.
Pablo Ortega